# 3
Tal vez más reconocida por la fuerza y el ritmo que caracterizan sus versos, Laia López despliega una prosa igualmente poderosa en este relato. A través de una voz punzante y sensible nos adentramos en la intimidad de Etna, una mujer que vive en permanente verano y, sin embargo, no logra arder del todo. El encuentro con un extraño personaje brindará a Etna una pausa en la constante dilatación de su vida, pero así como todo lo que sube tiene que caer, a través de este relato volvemos a revivir esas tantas caídas que todos, de algún modo, hemos sufrido.
Se dice a menudo que el verano es un afluente seco, que no tardará en marcharse, que abandonará la tierra revolcándose sobre su propio solsticio. Pero el verano es engañoso. Hace años que se instaló en la pequeña porción de mundo que le fue asignada a Etna, con su calor incómodo y la calma que trae poderosamente aparejada la angustia. Ella, con nombre de volcán y risa contagiosa, no lo sabe, pero es como si el verano fuera más una prisión que una estación del año y ella, su última y aventajada reclusa.
Etna ha adquirido a lo largo de su vida hábitos confusos. Por ejemplo, es incapaz de orinar en la taza del lavabo; se deja caer por cualquier rincón de la casa y luego limpia, despacio, el riel y las manchas. También come a grandes bocados, con maneras de bulímica, cantidades de carne y de verduras que no parecerían poder caber en su estómago ¿de pájaro o de reactor? Después pasa unos días sin ingerir ni un solo alimento, en un letargo que quienes están cerca de ella llaman enfermedad. De otro lado está su temperatura, siempre muy alta, y el tamaño desmedido de sus extremidades. Sus brazos, sus piernas, que parecen extenderse indefinidamente hacia afuera, como los de un gigante, y a la vez tienen la capacidad de aparentar de forma incógnita su propio encogimiento.
Etna vive desbordada y sin control en un verano permanente, donde los otros son solo excusas vacías para tocar y desparramarse. Y la causa de todo ello, ¡quién sabe!, podría ser que no amó nunca con tanta intensidad como la vez que conoció a un hombre tardío, intempestivo, al que llamaban (o dijo que llamaban) Flock.
Se conocieron en la cola de la Filmoteca una noche de finales de junio. Flock llegaba tarde a comprar las entradas y avanzó estúpidamente entre la gente que esperaba para entrar a la sala, con tan poca maña que tropezó con los bajos de sus pantalones y cayó con estrépito al suelo. Etna, que por supuesto estaba sola, salió de entre la masa emitiendo un grito agudo para ir en su ayuda. "¿Está bien, señor?", le preguntó estirando con una amabilidad ansiosa del cuerpo delgaducho de Flock, que se había dispersado por el suelo como goma de mascar. Él la miró con extrañeza, ya de pie, y le dio las gracias a la vez que se limpiaba las gafas. "Estoy bien", asintió, con una voz que parecía proceder del intestino en lugar de la garganta. Esa tarde se sentaron juntos en la fila trasera del cine Aquitània. Él le rozó el antebrazo, que se le antojó el de una jirafa, y ella sintió un cosquilleo estremecedor al lado del pecho. En esa época Etna había cumplido cuarenta y, al preguntar a Flock cuántos años tenía, él sonrió livianamente y dijo: "edad desconocida".
Pasaron varias noches juntos en el piso que los padres de Etna le habían dejado en herencia. El sexo de Flock era lánguido y pajizo como una anguila, pero las manos antediluvianas de la mujer hacían que se agrandara hasta alcanzar un tamaño que, a todas luces, no le era propio. Ella era capaz de hacer que todo se adaptara, flexible, a su deseo. Los mechones del pelo cortado a navaja de Flock se inundaban de sudor bajo las caricias de Etna, y en la boca de ella, anegada por las brasas, los dientes que a veces se asemejaban a los de un vampiro infantil desaparecían sobre el pene extrañamente vigoroso de su amado como si nunca hubieran existido. Flock alcanzó los únicos orgasmos terrenales que la vida le había permitido junto a Etna y bajo su cuerpo inclasificable. Ella susurraba palabras de amor que había aprendido en las películas antes de que les llegara el sueño, ¡y realmente creía en ellas!, aunque en sus labios sonaban a desgarbada parodia. Flock se dormía entonces como un niño, y ella velaba su descanso como una madre, siguiendo con los dedos semiretráctiles sus contornos, su respiración desarmada tras el placer.
Había sido verano cuando sucedió su encuentro y fue verano, el mismo verano, cuando tuvo lugar su separación. Flock, breve como su nombre, desconocido como su edad, dejó de acudir un día a la última cita en la casa de Etna. No dio explicaciones, "como suelen hacer los hombres", pensó ella. ¿Pero acaso Flock era "un hombre" y ella era "una mujer"? En cualquier caso, Etna lloró aquella noche con la cadencia de un mulo, con tanta fuerza disonante que incluso a ella misma se le hizo extraña. Anduvo buscando a Flock durante semanas por las colas de la Filmoteca, en los asientos de las cafeterías inmundas donde a veces habían compartido un desayuno, sin éxito. Flock se esfumó tal como había llegado, con torpeza, tropezando con los bordes de su propia ropa.
A partir de entonces, Etna tuvo numerosos amantes que revelaban su edad y se hacían volátiles debajo de sus dedos, pero en cuanto a ella, ¡la pobre y sufrida Etna!, solo podía recordar con tristeza los embates del sexo de aquel hombre fantasmal. Al cabo del tiempo comenzó a decidir que Flock jamás había existido, que había sido un mero destilado de su imaginación. De tal modo las mujeres se empeñan en matar a quienes previamente les han asestado golpes más dolorosos que la muerte. A los escasos amigos y conocidos a quienes había contado su historia les prohibió que volvieran a mencionar el nombre de Flock, como un anatema. Tanto bien y tanto mal, ambiguos, desdoblados, hay en el amor, y en el verano, como un encierro, saurio de lengua contradictoria y servil. Y si acaso en las narraciones se pueden expresar deseos, quienquiera que hable aquí quisiera pedir un fuego devorador para Etna, que terminara de una vez por todas por aniquilarla. ¡Compasión para quienes han llegado a esta tierra con estigmas, hacedoras de milagros, brujas, escalenas! Etna no acabará, pero quien narra quisiera que acabara como los chillidos de una parturienta que se instalan en el oído de quien escucha para siempre, a modo de velada resonancia.
Laia López Manrique (Barcelona, 1982) estudió Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona. Escribe poesía, prosa y textos críticos. Ha publicado los libros La mujer cíclica, seguido de Speculum (La Garúa, 2022), Periférica interior (Stendhal Books, 2021), Speculum (Ejemplar Único, 2019), Transfusas (Ediciones del 4 de Agosto, 2018), Desbordamientos (Tigres de Papel Ediciones, 2015), La mujer cíclica (La Garúa, 2014), y Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012), y ha sido antologada y traducida a diversas lenguas en compilaciones y revistas españolas e internacionales. Ha sido coeditora de la revista digital de creación literaria y experimental Kokoro y en la actualidad trabaja como docente.