La historia acelera su marcha y detenerse se vuelve una utopía, el bien exiguo de un puñado de humanos que pueden darse el lujo de parar en mitad de la calle y desviar el camino. Cuántos de nosotros podemos todavía saborear un libro, hojearlo a sus anchas, masticar esto que llamamos literatura. Pocos, porque el tiempo y la atención se reducen, mientras en muchos lugares del planeta caen bombas, se queman bosques, escasea el agua y el precio de la comida sube por las nubes.
Pero aquí estamos, braceando el presente sin renunciar a la posibilidad de lo extraordinario. Sin olvidar que leer es también un derecho, y que la literatura tiene un papel que jugar en esta crisis que nos toca. Ya sea para explorar nuestra cotidianidad —como bien hace Laura Wittner en sus poemas postales, o Laia López en la efímera alegría de un flechazo—, para iluminar otras geografías e historias —como la de los canoeros yaganes de los poemas de Alfonso Matus—, para otorgarle resonancia a esas conversaciones pasajeras —como bien retrata Juan Manuel Zurita en sus escenas de bar—, o para amplificar las voces que conviven en un mismo territorio —como queda refrendado en nuestro especial de traducción “En las orillas de lo hispano”—.
Porque si la realidad también se construye de palabras —como nos recuerdan las reflexiones metapoéticas de Berta García Faet y de Germán Carrasco—, entonces la literatura tiene la potencia de trastocar el lenguaje y decir aquello relegado de nuestro presente, tan repleto de mordazas y amnesias de todo tipo.
En este tercer número volvemos a poner en la palestra una serie de voces y miradas actuales, que desde diversos rincones de la geografía iberoamericana vienen a reunirse aquí, en las interfaces de nuestro insectario. Pasen a mirar cómo cada una hace su camino y atrévanse a seguirlo, que aunque el tiempo falte y el dedo urja por saltar a otra página, siempre valdrá la pena detenerse y hacer un desvío.