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La novela debe abrirle paso a formas imprevisibles, que carecen todavía de nombre, pero que aspiran a ser el hogar de lo infinito
Juan José Saer, El concepto de ficción.
El abuelo Rogelio se murió hace tres años y no puedo negar que, al principio, me pasé casi un año entero soñando con él. No es que me estuviera penando, para nada, estoy segura de haber estado dormida, sino que era él en cuerpo y alma pero yo sabía que estaba muerto; la certeza se confirmó cuando lo abracé y dejó de estar, dejó de estar el fantasma del abuelo Rogelio. Con el abuelo Rogelio pasábamos tardes enteras conversando de libros que él decía haber leído y que yo tenía que leer; para acabar unas tardes después contándole con entusiasmo de los libros que yo intentaba leerme (como muestra de amor, me tomaba sus consejos al pie de la letra), y que él escuchaba para completar esos vacíos de libros que olvidó rápido o que quizás solo leyó su contratapa. Leíamos mal pero estábamos juntos en eso.
Mi dos abuelos murieron hace más de una década y, aunque mi abuelo paterno solía leerme cuentos para niñas y era un ser sumido en sí mismo que al mínimo contacto con el otro lo tañía la ternura, no tuvimos una de esas relaciones tan estrechas que suelen caracterizar los lazos de esta índole. Sin embargo, este fragmento forma parte de la novela que estoy escribiendo y sin haberlo planificado, tuvo que surgir la figura de un abuelo. El argumento es relativamente sencillo. Antonia es una periodista chilena contratada por Roser, la nieta de un anarquista catalán embarcado en el Winnipeg. Aunque Antonia debe saciar los deseos de la acaudalada familia en decadencia, su recorrido por Barcelona (topos ineludible) la conducirá a otros derroteros. Este trasfondo será la excusa para escribir una novela que pretende ser coral; una donde una galería de personajes se va tomando la palabra orquestados por un voz narradora que es un poco, solo un poco, una detective salvaje. La estructura fue emergiendo naturalmente con la anécdota y consiste en una apuesta por el número tres. Tres voces, tres lugares, tres instancias.
Tres voces: los diarios de Antonia, los correos electrónicos entre Antonia y Roser y todos esos otros que son en realidad el punto de partida de este proyecto (los otros: la ansiedad de los demás).
Tres lugares: Santiago de Chile, Barcelona y algo que ocurre en medio que podemos llamar mar, frontera, la imaginación sentimental de una correspondencia entre dos orillas. Dejémoslo en lo liminar.
Tres instancias conceptuales: la huida o el exilio, las transiciones políticas y la herencia. Esta pregunta por la herencia remite al enigmático elemento temporal que da sentido a lo literario y que nos conecta. Nos recuerda que la casualidad no existe. Tal como señala Judith Thurman respecto a aquellas cuevas de la Vieja Edad de Piedra: “sin duda no fue por casualidad que lo dejaron allí, esto, también, sugiere un anhelo de comunión —con nosotros, sus descendientes” (15).
Es altamente factible que haya escrito ese fragmento al tomar conciencia de los sueños. ¿De dónde surgen esas imágenes no tan planificadas que emergen en el fragor de la escritura? Las retenciones —los recuerdos— de las clases de Valerie Miles y sus alucinaciones casi lisérgicas; los sueños del insomne Nabokov; y las relecturas de Yung y Borges que sueñan el sueño de un sueño infinito. Sueño que mi pareja y yo reconciliamos a dos tigres, como si fuéramos los domadores de un zoológico. Sueño que estamos los dos leyendo en una playa y nos alcanza el mar porque ha subido la marea. Entonces, soltamos los libros y nos ponemos a hacer escalopas con la arena húmeda. Sueño que nuestra gata se escapa de la casa y, aunque nunca aprendí muy bien a conducir, me veo obligada a pedirle prestado el coche al vecino para que podamos salir a buscarla en la noche con la actitud alerta de lo nocturno. Sueño varias cosas que ni recuerdo, pero incluso el olvido está lleno de memoria: rezaban las consignas de una transición política mal hecha.
La lectura y la escritura son dos alquimias indisociables, co-relatos necesarios. Después de haber pasado casi tres años sin escribir, y con la novela del anarquista puesta en el congelador siguiendo los consejos de Joan Didion, le hago caso ahora a Virginia Woolf y me aventuro a volver a experimentar con los peligros y las dificultades de las palabras. Y en esta apuesta no puedo hacer una cosa sin la otra. Incluso al escribir esto, estoy retomando metacognitivamente lo escrito a través de la lectura. Entonces, cuando leo, re-escribo a ese otro que supuestamente alejado de mi inmediato horizonte espacio-temporal, me brinda una suerte de derecho o peaje para su desocultamiento. Hablo de alquimia porque la transformación es mutua. Se transforma el sujeto que conoce y también el objeto conocido. Escuchar esas voces otras que motivan una novela polifónica tiene mucha relación con la lectura: ahí donde, al decir de Llovet, se produce la “comprensión de lo otro y, a la vez, autocomprensión del propio presente” (227).
Tal como sucede en los sueños, en el amor y en la lectura, que es siempre e irremediablemente también escritura —y no únicamente para quienes se autoproclaman escritores—; nuestra figura geométrica es el círculo. Al poner a esos otros en la novela e intentar oírlos con atención, nos situamos en ese círculo hermenéutico: “el texto solo hablará si nosotros esperamos que nos diga alguna cosa. Y solo nos dirá alguna cosa si estamos abiertos a su alteridad” (230). En tal sentido, una novela lleva siempre consigo la fuerza de un coro.
El tiempo puede verse condensado en esa figura circular a través de cuyo recorrido el pasado y el futuro se encuentran en ese presente inminente de la lectura. Como señala Iser desde la teoría de la recepción, el lector solo experimenta placer cuando puede participar de la lectura y poner en juego su productividad. El texto ha de ofrecer las posibilidades para que podamos ejercer nuestra participación, es decir, ha de dejar cabos sueltos, zonas mudas, intersticios atávicos. Ya se ha dicho bastante: escribir no solo es fabulación sino también confabulación, queridas y queridos lectores. Y entonces participamos de ese juego que bien podríamos comparar a cuando vemos un programa de concursos por la TV; queremos participar y adelantarnos a adivinar, desde la comodidad del sofá, lo que ese concursante incauto no se apura a responder bajo los flashes y las luces del plató. Aquí también se moviliza ese horizonte de expectativas con que soñamos, amamos y, claro está, leemos: si hasta por un momento podemos llegar a pensar que logramos transmitirle telepáticamente a ese concursante la mejor alternativa entre las muchas posibles (acaso conectados arquetípicamente, a lo Yung, por esa alma colectiva que sopla por debajo de todas las cosas).
El círculo hermenéutico es prueba irrefutable de esa conciencia interior del tiempo que señalara Husserl: “Todo proceso originariamente constituyente está animado de protensiones que constituyen y captan en vacío lo que va a venir, llevándolo a su realización” (citado en Iser 151). No obstante, tal ansiedad ha de ser retardada el mayor tiempo posible. La escritura y la lectura se mueven en el plano del deseo, pues solo esa suspensión permite ir modificando sus caminos constantemente para que cada vez te entregue la posibilidad de encontrar algo nuevo. Para qué se hunde una en el fondo de lo desconocido —baudelerianamente si se quiere— si no es para encontrar algo nuevo. La lectura y la escritura son procesos iterativos y su ruta aparentemente lineal tiene en realidad mucho de iteración: avanza para volver y vuelve para poder seguir avanzando. Porque el presente es también espera y recuerdo, es protención y retención. El tiempo en la lectura es, en realidad, un lugar: una frontera.
Pienso en El libro de Tamar (2018) de Tamara Kamenszain y en esa trama que es a la vez tan distinta y tan similar a la del texto: la del amor. Podríamos ensayar la lectura a través del amor, así como hace ella en este libro híbrido que es una puñetada en la cara a todas esas críticas y críticos que se empeñan contra lo íntimo sobre todo cuando el gesto proviene de una mujer. Ella, poeta y póstuma, se lo permite y lo hace con la elegancia de las mejores subvirtiendo todas esas modas pasajeras que han vuelto un problema condenable lo que en realidad es una falsa disyuntiva. Lo espurio. ¿Porque acaso existe una literatura que no sea ombliguista, que no sea hecha a partir del propio cuerpo, que no remita a la intimidad de su autoría? Bernard Shaw dice que si un escritor es profundo [y una escritora también, por cierto], todas sus obras son confesiones. Eileen Myles es clara cuando se pone el parche antes de la herida frente a aquellas posibles diatribas que emergen de los censores del valor literario: “mi sucio secreto es que siempre se trata de mí”. Kamenszain da curso a una serie de reflexiones e interpolaciones, capaces de exprimir el lenguaje hasta hacerlo crujir, a partir de la carta que su ex marido, el también escritor Héctor Libertella, deslizó bajó la puerta cuando acababan de divorciarse. La epístola, hecha con “anagramas y combinaciones” de Tamara la palmera, arma, mar, rama, mata rata, mata tara bla bla bla, es rescatada muchos años después cuando Libertella ya está muerto. Las posibilidades de interpretar ese escrito aparentemente críptico es juego y es deseo, rezuma aquel “malsano intento de querer leer entre líneas para comprobar si el texto del otro dice algo sobre nosotros”. Así va rememorando aquella época en que todo era ficción, y ningún yo era en realidad yo. Pasa también revista de una bitácora generacional de parejas de escritores que se leyeron hasta el hartazgo: Piglia y Ludmer, Plath y Hughes, Kristeva y Sollers. Aunque Marguerite Duras alguna vez nos aconsejó que una mujer no debe nunca hacer leer a sus amantes los libros que escribe. Kamenszain trae al presente un tiempo que se territorializa, ese espacio de una hoja garabateada a mano, para probar sus significados, así como la artista Sophie Calle le pide a un coro de mujeres que re-interprete el sentido de la diplomática carta de su ex al momento de dejar la relación (Prenez soin de vous, 2007). Y en ese juego intratextual de leer a los otros, de leernos entre nosotras, de aluzarnos entre sí, es donde está la poesía. Porque “hay que admitirlo, [acontece] un milagro” en este persistente ejercicio de re-escribir aquello que es siempre todos y todo lo demás.
Experiencias variadas:
–Leer un libro que ya ha sido subrayado, horadado de respuestas a preguntas imaginadas.
–Leer un libro donde quedó un mosquito muerto, una mancha de café o arena de playa.
–Leer un libro al que le falta un cuadernillo de páginas que se descocieron de su lomo.
–Leer un libro dedicado por otro que podría ser su autor o alguien que lo regaló y que tal vez ni lo leyó.
En cualquiera de sus modalidades llega un punto en que los horizontes de expectativas se fusionan. Y será el cuerpo el lugar en que se produce la apropiación del mundo: la intencionalidad arranca desde la sensación y el término al que esta apunta es reconocido por la familiaridad que con él tiene mi cuerpo (Ponty, 1975).
Volvamos a ese abuelo que tuvo que aparecer en el horizonte de dualidades de dos personajes, surgido en el cuerpo y en los sueños: para que la búsqueda de Antonia tras el rastro póstumo del blasón perdido de Roser cobrara su sentido circular, tenía que emerger también su propio abuelo. Dice Poulet: “Toda idea debe tener un sujeto que la piense, ese pensamiento me es extraño, aunque se desarrolle en mí, debe tener igualmente en mí un sujeto que me sea extraño” (citado en Iser 162). Así es como ese yo surgido en la escritura y en la lectura no coincide plenamente conmigo, pero igualmente acontecen en actos de interiorización que fijan la otredad. La condición es que ambas, autora y lectora, se despojen de sus disposiciones individuales para ceder a esa extrañeza. Accedemos así a ese nuevo tratado de fronteras que pusiera de relevancia Poulet, donde el número tres que motiva a La posible (mi proyecto de novela) pueda tener cabida. No es Chile ni es Barcelona, no es Roser ni Antonia, o el abuelo de una y otra, ni tan siquiera esas voces que corean sus ansiedades; es algo que ocurre ahí donde la división entre el sujeto y el objeto queda suspendida.
“Whenever I read, I mentally pronounce an I, and yet the I which I pronounce is not myself”, dice Poulet y ello también ocurre al escribir un personaje. Lo dijo Rimbaud con su je suis un autre; como también lo dijo el lingüista Benveniste al recordarnos con su pragmática que al decir ego se instaura como figura complementaria e inmediata un tú; y otro francés, Ricoeur, con eso de la identidad narrativa para la cual somos sujetos desdoblados, autores y lectores de nuestra propia vida, en tanto el uno mismo (ídem) se ve refigurado por otro y solo así pasa a ser sí mismo (ipse). La novela, pues, mucho más allá de mis intenciones de parar la oreja para escuchar los gritos y susurros de la ciudad, será siempre polifónica o no será. No por nada Bajtín advierte que la autoría es aquella instancia estética que al decir “yo” dice “tú” y funda en ese dialogismo toda una ética, aquello que Poulet llama un acto de reconocimiento.
En la más profunda intimidad, la alteridad resulta inevitable. Porque el infinito hacia adentro es tan grande como el infinito hacia afuera, y la experiencia de lo literario nos permite espejearnos en esta extraña y a veces escurridiza certeza.
Iser, Wolfgang. “El proceso de lectura. Una perspectiva fenomenológica”. 1972. Trad. José Antonio Mayoral. Estética de la recepción. Madrid: Arco, 1987.
Kamenszain, Tamara. El libro de Tamar. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2018.
Merleau Ponty, Maurice. Fenomenología de la Percepción. 1945. Trad. Jem Cabanes. Barcelona: Península, 1975.
Llovet, Jordi (ed.). “La interpretación de la obra literaria”. Teoría Literaria y Literatura Comparada. Barcelona: Ariel, 2007.
Poulet, Georges. “Phenomenology of Reading”, en New Literary History 1.1 (1969): 53-68. Baltimore: The Johns Hopkins University Press.
Thurman, Judith. “Primeras impresiones. ¿Qué dice de nosotros el arte más antiguo del mundo?”. Granta en español. Nueva época. N.º 6, Tierra. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017.
Constanza Ternicier (Santiago, Chile, 1985) es Doctora en Literatura (PUC) y en Teoría Literaria y Literatura Comparada (Universidad Autónoma de Barcelona). Co-guionista de la película Sapo (Zapik Films, 2017), ganadora del premio a mejor película nacional en el festival SANFIC. Ha publicado las novelas Hamaca (Minimocomún, 2014; Caballo de Troya, 2017) y La trayectoria de los aviones en el aire (Comba, 2016; Libros del Fuego, 2019). Fue incluida en la lista de los 100 líderes chilenos del 2018 por el diario el mercurio y la Universidad Adolfo Ibáñez en Chile. Acaba de cursar el Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Integra el colectivo auch! (Autoras Chilenas Feministas). Vive en Barcelona, es parte del equipo de producción editorial de la revista mitologías hoy (UAB) e imparte cursos de escritura creativa en la forja de historias.