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Hay escrituras que hacen que lo ya conocido resulte algo nunca visto. No se trata de un asunto de perspectiva, de una mirada inédita acerca de un asunto viejo, sino de sutiles deslindes que ejerce el lenguaje sobre lo real, como si el lenguaje, en su afán de exploración, estuviera apegado a su propia deriva aun cuando aparente referencialidad. En la novela Souza, de Nina Avellaneda, ocurre un fenómeno de este tipo. Una narradora que nos habla de un albañil con una singular capacidad de observación, y una trama que avanza (o se desorienta) en un juego de dobles en donde nadie sabe quién está a este y al otro lado del espejo. Aquí les presentamos las primeras cinco páginas de la novela, publicada por Editorial Komorebi (Valdivia - Chile, 2021).
A veces lo veo en el metro, no es el anciano con las manos apoyadas una sobre otra en un bastón, ni el de un ojo abierto y otro cerrado —atributos que se pueden distinguir en sus últimas fotografías— sino él. Días atrás me he visto en la urgencia de viajar a Buenos Aires. Mi entusiasmo era modesto, aunque sostenía cierta expectación sobre lo que allí podría ocurrir.
Decenas de personas se agolpaban en las puertas para entrar, otras tantas descendían sudorosas de vagones con asientos aterciopelados que yo me figuraba como butacas de una original sala de lectura. Los salones se extendían meciéndonos a lo largo de los rieles y yo acunaba un libro nuevo en mis piernas, la situación era abiertamente favorable para lo que hubiera sido un encuentro imposible pero pertinente, y sin embargo nada, no avisté su cuerpo en ninguno de los carros y supuse: prefiere el metro de Santiago, qué sé yo.
La primera vez que lo vi pensé con sorpresa en lo parecidos que pueden ser dos hombres. Fue un día en que mi curiosidad estaba cerrada, le eché un vistazo entre la gente y luego seguí en lo mío; algo parecido a un descampado. La segunda vez me detuve a mirarlo de lejos, fueron largos minutos dedicados a escrutar una figura que el escepticismo me negaba, no intenté corroborar la situación y avancé en dirección contraria: “No tengo que ver”. La tercera vez, sin embargo, no hubo remedio a su presencia. Como pocas veces, iba sentada en un carro atestado de pasajeros. Sentada es la palabra importante. De pronto la persona a mi derecha se levanta y alguien ocupa de inmediato su lugar. Ahí estaba otra vez, a mi lado, acercándome a una reacción que yo no quería tener: Jorge Francisco Isidoro Luis Borges. Qué exceso. Sin pudor incliné el torso para quedar bajo su rostro y la operación de mi memoria no fue hacer calzar las fotografías con el anciano a mi lado, la operación fue un estricto disimulo. Porque evidentemente era, y al tiempo que lo comprobaba accedía al reverso de ese bosquejo que me había armado para mantener las rodillas erguidas y saludar con las palabras apropiadas. Vi sus labios delgados y los profundos surcos de su rostro. Unos ojos en desuso y una expresión menos complacida que aquella de las fotografías. Borges. Nada le pregunté, me bajé en la estación siguiente para no interrumpir aquello que estuviera sucediendo.
Souza, el protagonista del relato que me ocupa, sentiría mucha fascinación si se encontrara con Borges porque tiene especial interés por los doppelgänger. Él pensaría esto del anciano, y estaría equivocado. De todos modos, y de manera de complacer a Souza, he querido darle un final junto a su doble, pero me he desviado en la trama y antes es un trabajador que alfombra departamentos en la constructora Almagro. O es el descampado o es Souza, aunque Souza es muchas personas, excepto Borges. No lo saludo, es así. Me parece bien que su cuerpo esté donde quiera. A mí me ocupa Souza, no Borges. No sé qué ocupa a Borges.
Cuando Souza termina la jornada camina doce cuadras hasta el paradero y espera una micro verde que lo dejará del otro lado de la ciudad. Se dedica mientras tanto a respirar el aire libre de pegamento. Deja que pasen los minutos sin preocupación porque ha salido del trabajo; puede descuidarse, irse a negro, caminar en línea recta hasta perderse y estirar, de paso, sus largas piernas tullidas. Pero doce cuadras son suficientes y ya quiere estar en casa.
Sin música ni libro en su mochila a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite. Él, por ejemplo, tiene la piel morena y las pestañas claras. La cara pegada a los huesos y una nariz que se encumbra desde muy arriba en la frente. En la construcción, a veces, no puede quitar los ojos de sus compañeros, son muchos, todos distintos aunque lleven el casco puesto. Como no disimula su fascinación, le preguntan si es homosexual, pero no se inmuta, tiene la cabeza atiborrada de gestos, no puede detenerse en una palabra.
Souza y sus compañeros pegan cubrepiso en los departamentos de la constructora Almagro, por lo que gran parte del día están de rodillas. Es un trabajo de no acabar porque siempre aparece una nueva habitación sobre la anterior, y luego a la derecha, izquierda, en otra columna. Cuando se asoma a una ventana o trepa a los andamios a fumar, una torre de fierro con un brazo lleva bloques de cemento de un lado a otro.
Después de algunos minutos de espera aparece su micro y Souza asciende sin advertir que las doce cuadras que ha caminado han sido en la dirección de su antiguo paradero. Cuando Luiza se fue, él también quiso irse de algún modo por lo que se mudó de casa y comuna. Ahora hace el recorrido a su vida anterior y no se percata: va mirando rostros, y es que nunca uno se repite.
Luiza era su amiga, la mejor que tuvo. Compartían pasatiempos como ir al bar, poner canciones en el wurlitzer y vaciar shops de cerveza. A Luiza le encantaba ir a un cine que Souza no conocía, así que un día lo invitó y compartieron un tercer panorama fuera del alcohol y la música. La primera película que vieron lo inquietó porque no entendía para qué habían filmado algo que podía ser perfectamente su vida. Había pensado además que la película no tenía final, que concluía en un momento cualquiera sin el apogeo de un desenlace.
—¿Y el final? No terminó de ninguna forma.
—¿Cómo que no? ¿No terminó así como terminó? —respondió Luiza en la puerta del cine.
Es cierto que en ocasiones sus puntos de vista eran opuestos, pero disfrutaba la posibilidad de estar con ella porque la conocía. Todo cuanto experimentaba con los rostros en los espacios públicos volvía a suceder reflejando el conocimiento en una única persona. Sus gestos habituales echaban a andar una especie de cinta que Souza concebía como un film, entonces era posible detenerse en los detalles, conmoverse con detalles. A Luiza le sorprendía la capacidad de lectura de aquel hombre, que la anticipara y no hallar allí ni un gesto de vileza. Un día, sin embargo, ella tuvo que irse bastante lejos y él debía seguir aquí aunque no supiera bien por qué.
Luiza necesitaba otro escenario para rearmarse. Llevaba décadas viviendo en la horizontalidad, años cuesta abajo hacia la decadencia de una actriz sin personaje. En ese desajuste fue que lo encontró. Él se detuvo en su rostro más de la cuenta porque Luiza tenía los ojos amarillos, y Souza, el observador, detector de patrones y singularidades, se quedó pasmado.
Nunca volvió al cine, pero oía a veces Essa Mulher, de Elis Regina, y su corazón se reconfortaba. Sus compañeros no entendían cómo una canción así animaba tanto al raro de Souza. Él sonreía mucho y con sus manos de concreto les golpeaba la espalda.
Baja de la micro y camina dos cuadras, ya está en la calle que lo llevará a su vieja casa. Hay vecinos afuera que lo saludan con mucho entusiasmo. Se sorprende del placer que provoca en los vecinos, pero no se percata, no recuerda, solo avanza.
Cuando ha terminado de saludar, busca la llave delante de la puerta. Están las luces encendidas y se oye una radio. Huele a humedad, a pan tostado. De espaldas a la entrada un hombre descansa con una taza entre sus manos. Desde la habitación contigua se escucha un rumor que crece a medida que pasos se encaminan por el pasillo. Alguien se dirige exactamente hacia donde él está, lo sacude el vértigo, regresar en puntillas o ir al encuentro de los pasos, no lo sabe, todo gira apresurado.
Una mujer de mediana edad se asoma al comedor y le habla al hombre que mastica un sándwich. Souza se queda de pie junto a ella sin poder abrir la boca, intenta un gesto con su brazo, lo levanta como si la sutileza del movimiento pudiese traducir la intensidad de lo que siente. «Luiza» —quisiera decirle— «qué haces aquí». Pero ella no advierte su presencia. Cuando por fin logra articular el nombre de la mujer, esta se voltea y camina decidida rumbo a la habitación. Llama entonces al hombre que le da la espalda, se acerca a él hasta casi tocarlo. Este continúa bebiendo té y mordiendo su pan. Le toca el hombro, le dice: «Oiga...» y lo ve de lleno a los ojos. Nariz encumbrada, pestañas claras, la piel morena de Souza y Souza del otro lado, incapaz de hacerse oír. «Souza», «Souza». Pero el hombre no lo oye. Cuando Luiza regresa se queda un instante mirándola. A ella y la rutina de esta casa, sin poder participar. Solloza como si oyese música y luego, ciertamente, escucha una música muy cerca de sí. Está en su cuerpo y en ella se pierde.
Nina Avellaneda (Limache, Chile, 1989). Licenciada en Literatura (PUCV) y máster en Arte, pensamiento y cultura latinoamericanos (IDEA-USACH). Es profesora de español como segunda lengua, además de paseante y primaveral. Ha coordinado, en conjunto con la poeta Carolina Pezoa, los talleres de escritura y lectura: “Dislocaciones del género”, “El arte de perder”, “Clarice Lispector 100” y “La legión extranjera”, en torno a escrituras que indagan en lo extraño y la extranjería. Ha publicado los libros Heroína (2009), La extravía (2015) y Souza (2021) con la editorial valdiviana Komorebi. Cuentos suyos aparecen en las recientes antologías Avisa cuando llegues (2019) y No te pertenece. Cuentos contra la violencia de género (2021). Ha escrito textos sobre Clarice Lispector y Gabriela Mistral.