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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

VÍCTOR M. CAMPOS

Un cuento en clave sobre cómo escribir una novela. O no. Un cuento que expone todas sus claves para, al juntarlas, escribir con ellas un cuento. O no. Un cuento que más bien es un relato y que busca qué relatar. O no. Un relato que busca en cada línea comenzar, pero que en cada línea echa abajo el plan trazado. O no. Una escritura que quiere ser un relato, o un cuento, o una novela, pero que encuentra mejores motivos para desviarse. O no. Un cuento que perfila una trama, un personaje, un escenario, pero sin que ninguno de ellos sea lo principal. Leche de vaca sagrada de Víctor M. Campos es todo esto y probablemente más. Pasen a leer con lupa.

Leche de vaca sagrada

U

Es tan ruin como el más ruin de los carniceros, pero a diferencia del primero, el escritor no tolera el anonimato. Su oficio se afirma en ese hacerse escuchar, en ese hacernos creer que su voz es la voz de aquellos a los que silencia para consagración de su propio apellido.

N

Una tarde, al fin, da con un café que pudo ser cualquiera pero que termina siendo éste. ¿Es domingo o es jueves? ¿Es la primera o su última tarde en esta ciudad? Eso de nunca estar presente en el presente tiene sus complicaciones.

Él lo sabe.

Pide su primera taza de americano.

Mesas pequeñas, pocas, un rincón del mundo que le hace promesas al oído y que por eso le gusta. Hay un botón que puede oprimir si quiere que alguien venga a tomarle la orden. Un café, una pregunta, quizá más tarde una cerveza. Un par de mujeres hablan a los gritos desde una mesa contigua; otros lo hacen también. El ruido es el idioma universal de la frivolidad. En la barra está el que sirve y lava las tazas: el que espera, al margen, a que alguien toque el botón.

Él se pregunta cómo será garabatear sus primeras líneas en este lugar, esas que luego de mucho escribir y borrar quizá pueda presentar aquí. ¿Es legítimo ese anhelo? ¿Por qué no? Antes, siempre hay un inconveniente: empezar a escribir. Además, ¿sobre qué? Si acaso vale la pena, no digamos necesariamente escribir un libro, siempre tiene que ver con las cosas que están ahí y lo que sea que signifiquen para quien escribe.

Llega el café.

Al fin pregunta si es verdad que en esta ciudad vive ese que ha venido a buscar. Mi padre, dice para sus adentros, y sonríe. Ese no sale de aquí, le contesta el de la barra y señala un cartel clavado al pizarrón de corcho. La noche del jueves, la vaca sagrada acompaña a otro en la presentación de tal o cual libro.

T

Lo difícil es concebir al personaje: su conflicto. La ausencia de uno o, en todo caso, el apocamiento para señalar el propio; el coraje para encarar el conflicto que uno tiene con las cosas y cuidar que su tratamiento no se vaya a la basura entre puro efectismo. Eso valdría la pena, pero como no está seguro, ni siquiera hace el intento por escribirlo. El café está bien, pero sabe que al tercero habrá que añadirle una carga extra. Lo cierto es que entrever qué trae uno dentro, aunque no lo escriba en ningún lado, es ya un paso. Eso es lo primero que anota; lo segundo: algo quiero decir y quizá sería importante saber qué es.

Y lo sería.

Antes de inventarse al personaje y las circunstancias que lo ahogan, antes de irse de la lengua y escribir frases, juegos de palabras, reflexiones que posan y esperan ser subrayadas; sobre todo antes de ensayar un supuesto arranque y la subsiguiente aventura, de enfilar hacia el encuentro con los aliados y antagonistas, de hacer que todo avance hasta que el giro del destino coloque al libro en circunstancia de acabarse sin que haya empezado todavía.

Sería importante.

Un libro. Ya luego pagará para que lo publiquen, para que lo difundan si tiene el dinero; moverá influencias, hará valer el apellido. Lo que sea necesario. O borrará todo esto y vaciará la papelera.

Sí, otro café, pero con una carga extra, por favor.

A

El acento demasiado de un sitio como para ser de otro, o de ninguno, ya se escucha en el portal. Es la vaca sagrada, la que ha venido a ver desde muy lejos. Las manos se le enfrían de golpe. El de la barra va y luego viene: vienen todos. Un gusto. Y hay otro, cuyo libro se presenta hoy, a quien no habrá razón para recordar. Soy tu admirador, dice él, y le extiende una mano fría e infantil. La otra mano es cálida y segura de sí: es la mano de un hombre que vive de lo que escribe. Una capaz de hacer que la musa se venga en tinieblas.

L

¿Por qué no empiezas por ahí? ¿A qué has venido? ¿Qué hay de malo en las razones que te han traído hasta acá?

Ponlo. No lo borres. No te acobardes.

A

La vaca sagrada es un hombre que ha triunfado y que por ello supone la medida de todos los demás, pero que luce como el más ordinario de los hombres.

¿Qué esperabas?

Dilo.

Como sea, esto no tiene por qué leerlo nadie.

¿Qué esperabas?

¿Será que la primera impresión no te gustó? ¿Tal vez su aliento pesado, la sonrisa grumosa o el remanente de saliva en las comisuras de su boca? ¿Será el abrigo viejo y esos pantalones de pernera recta que lo hacen ver tan convencional, tan poca cosa, tan como tú? ¿O será que nunca te gusta nada y que los objetos sólo están ahí para devolverte la majadería de mirarlos con esos ojos?

N

Una mujer cruza la puerta y va directamente hacia ellos. Ya era hora. Luego de cruzar algunas palabras escudriñan las mesas redondas, contiguas, y las sillas que empiezan a vaciarse. Algo murmuran y el desencanto en la cara de uno se contagia, como un virus, a la cara de los otros dos. Es la noche de nuestro libro, de nuestro gran libro que nos ha convertido en unos vulgares carniceros escribiéndolo, pero los de mensajería han tenido a bien equivocarse, no llegar, morir en un accidente de carretera. ¡Qué poca madre! El destino tiene un sentido del humor canalla. Más vale aprender a reírse con él.

Ellos también lo saben.

Dos tragos largos y las cervezas cada vez le duran menos. Espera que lo llamen pronto y si no de todos modos irá a sentarse allá. Está a punto de oprimir el botón y exigir otra cerveza cuando al fin la mujer sonríe una sonrisa que es para él. Como es recíproca, ella se pone de pie y es quien va de una mesa a la otra.

Alguna historia le cuenta con las eses largas y ensalivadas del acento andaluz. La sonriente editora de esos libros accidentados para la presentación de hoy. Esas cosas pasan, contesta él, mientras ve la espalda encorvada del escritor de esos libros que no llegarán. Mal negocio lo de ponérsele al tú por tú al destino: siempre se lleva las de perder. Si te da la espalda y tú le devuelves la grosería, te la deja ir hasta el fondo:

¡Pinche sodomita!

Le convendría dejar de beber pero sucede otra cosa. La vaca sagrada y el otro van a su mesa y lo invitan a seguirla en algún rincón distinto en donde se puede hablar y beber Milnos mientras alguien toca el piano, las cuerdas o un saxofón. El libro, los libros no llegaron: vámonos al Bohemia.

Y ahí van, entre jijijí y jajajá, recorriendo los callejones granaínes hasta el Bohemia, la noche del veinte del cero dos veinte-veinte.

Jajajá, jijijí.

D

Uno es el autor, otro el narrador, un tercero el personaje, dice la vaca sagrada. A él le gustaría agregar que hay un cuarto personaje que sale, que da la cara y dice las idioteces que luego hay que decir en alguna entrevista pero que, en efecto, no necesariamente son el mismo; que a uno y otro se les confunde a veces, sí, pero que las más, al mirarse al espejo, toda confusión se disipa: la que ahí aparece es la cara del idiota engreído de siempre.

Le gustaría decirlo, pero no se atreve: no todavía.

La vaca sagrada y el otro se adelantan. La editora los disculpa: hostia, así somos en este lugar. Siempre llevamos mucha prisa por llegar, dice. Al doblar en la esquina estas reflexiones siguen de largo y se cruzan con las que tienen que ver con las maravillas de no sé qué país y de tal o cual mexicana cuyo apellido nada mexicano figura en su catálogo.

¿Quién tuviera, al menos, uno de esos apellidos?

R

Milnos entre tanto algún negro hace lo suyo en las cuerdas y otro en el piano de cola; otros dos se ocupan de los vientos y alguno de ahogarse en el mar. En las paredes del Bohemia, ennoblecidas por la media luz, cuelga la superchería de un bar sin ventanas en donde nunca es de día y siempre suena una canción muy parecida a las de la noche anterior.

É

El escritor es tan ruin como el más ruin de los carniceros: por ahí podrías empezar.

No, no lo borres.

S

Cuando dice lo del carnicero en la mesa y frente a los demás, se da cuenta de un par de cosas: una, que finalmente dijo lo que dijo; y dos, que a los otros no les gustó y ahora lo regañan por andar pensando en voz alta. Se lo buscó y la cátedra sobre lo que es el oficio de escribir, no se hace esperar. Él pide otra Milnos, se acomoda en la silla y se dispone a escuchar, pasivamente, a la aristocracia literaria. No les basta con ser dueños de una editorial, con ver su nombre publicado año tras año, con premiarse unos a otros por pensar lo mismo sobre las cosas que dicen pensar. No, no les basta. Hablan y hablan, se hacen escuchar, se arrebatan la palabra hasta que se vacían las botellas. El comentario anodino de la sonriente editora presupone el final.

N

Acercarse tanto a estos animales siempre ayuda a mirar en carne viva eso a lo que se aspira cuando uno está de este lado de la mesa.

Otro comentario anodino: bórralo.

E

Si tuviera el coraje, o una editorial, él también daría lecciones:

  1. Mucho más urgente que despertar al lector, es despertar al escritor.
  2. Hay dos tipos de escritura: la que viene de la burbuja de nuestros privilegios y la otra.
  3. La extrema libertad de un libro se mide con uno de estos dos parámetros: que se publique así sólo sea por el apellido o que se vaya a la basura aun teniendo algo importante que decir.
  4. El silencio es la forma más depurada de la escritura.
  5. Quien habla lo hace desde un ángulo frente al acontecimiento: no importa qué tan omnisciente se crea.
  6. Toda buena escritura, antes que crear una buena ficción, debe crear una estupenda incomodidad.
  7. La ausencia de grandes personajes engendra al Gran Personaje: el yo que al narrarse se destruye, o viceversa.

U

Él sabe que no hay un gran escritor debajo de ese apellido que suena al de cualquiera: que hay mejores y hay peores escritores, y ya está. Se lo acaban de explicar. Es la cadena alimenticia, dicen. Darwin y su selección natural. Es la mentira del esfuerzo que se repite hasta volverse una verdad más. Es que la canción de siempre es buena y las Milnos saben a leche de vaca sagrada. Que deje que sean ellos los que hablen y que sean otros los que se ocupen de escuchar, de asentir, de callar.

Hablar, interrumpirlos, lo expondría a un segundo regaño o a algo peor. Prefiere meterse en el papel del viejo asceta y fingir que está por encima de estas cosas. No me afecta, se dice mientras hace pipí, pero sí le afecta.

Ponlo:

M

Te digo que me ha faltado voluntad para lo del libro, dice, sin saber a quién se lo está diciendo.

Y es verdad, pero como a estas alturas ya debes saberlo, no es toda la verdad. Hay obstáculos siempre. Entre los falsos escrúpulos y las sospechas que uno alberga sobre uno mismo, te vas vaciando de anhelos como lo hace quien va preparándolo todo para no abrir la boca nunca más. Pero tampoco eso es toda la verdad. Ese libro no se empieza a escribir porque, entre otras razones, quiere decir cosas que no dicen nada. Es puro ruido y muchas de las cosas que me preocupan no están allí. Una de ellas, que en parte está y no está, es la del poco valor que le voy encontrando al solo acto de escribir. El silencio también sabe hablar y, en muchos casos, dice mejor las cosas.

Hay un viejo, lúcido y ejemplarmente silencioso, que todas las mañanas hace de la banca de un parque su trono. Viste de blanco, trae esos tenis nunca demasiado limpios. Es flaco, de cabello largo y lacio que revuela en las mañanas de viento como en un comercial de champú. Su trono es una banca de la Placeta de Carvajales, como podría ser la de cualquier parque, y desde ahí se gobierna y lo gobierna todo. Sonríe sin ironía y tiene un diente áureo que contrasta con su piel oscura. Te devuelve el saludo si antes lo saludas y te comparte algo de lo que sus ojos encuentran en el horizonte.

Otra luz ilumina el rostro de los que han dejado atrás todo anhelo. Es tan grande o tan insignificante que nada parece inquietarlo ya. ¿No te parece que algo así es aún más espléndido que los palacios nazaríes del horizonte? Debe haber buenas razones para callarte de vez en cuando. Seguro una de ellas es la confianza en que las cosas seguirán su curso incluso si uno desiste en nombrarlas. ¿Será que el mundo puede seguir girando aunque yo no le diga lo que pienso de él? No sé tú, pero yo quiero averiguarlo.

He visto a otros atragantarse luego de llenarse la boca. Eso pasó con alguno al que no quise escuchar más. Se lo dije y primero me sermoneó, luego quiso castigarme. Tropezó con sus propias ínfulas y fue a dar al suelo. A él también le tengo gratitud porque a su modo algo me enseñó: quizá a no tener mayor convicción que la de saber que será suficiente con decir lo esencial y, las más de las veces, lo esencial será decir nada.

Te preguntarás qué libro puede salir de ahí. Yo también. Escribirlo, si se da el caso, no comporta la obligación de dárselo a leer a nadie y aún si lo haces, no necesariamente alguien lo leerá. Estar tan enfrentado con las cosas es casi una adicción y a veces uno vuelve y no vuelve de esos lugares a los que siempre vuelve.

Así que sé comprensivo.

Hay un viejo sonriente que contempla los azulejos infinitos del horizonte desde la banca de aquel parque. Si alguna mañana soy yo al que ves ahí, salúdame. Con la alegría del que ha logrado sobreponerse a todo, te devolveré el saludo.

A

Tal vez lo han invitado a beber pilsners 1925: no para ser escuchado. O tal vez el instinto lo hace callar y así evita exponerse a que el animal pequeño sea tragado vivo por el animal grande. Quizá en verdad no es el apellido ni el color de piel. A lo mejor la mentira de la selección natural es verdad. Hay buenos y malos escritores, y ya está.

Ahora bórralo todo y empieza de nuevo.

N

He venido a Granada porque me dijeron que aquí vive mi padre:

Víctor M. Campos (Ciudad de México, 1976). Es licenciado en Docencia del Arte por la UAQ. Se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Ha publicado los libros de cuentos La diablera y otros cuentos (Fondo Editorial de Querétaro, 2005) y Los cuentos del Arcángel (Fondo Editorial de Querétaro, 2006), y su obra ha aparecido en antologías, revistas y plataformas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Perú y Venezuela.

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