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Es domingo. Me bañé temprano con un cubo que cargué del tanque que está afuera de mi casa porque hace tres días que, en Marianao, no sube el agua. Hay unas ranas gordísimas en el tanque. Prendo un incienso y posteo un video en mis stories. Hablo de un cuento que me publicó una revista. «Perros jugando al póquer», se llama. Me acuesto en la cama con un libro entre manos. Lo voy a leer por primera vez. Es de Armando Lucas Correa, el escritor cubano más vendido de todos los tiempos. Todo un superventas. Y yo que pensaba que era Leonardo Padura, pero no. En todas partes me sale que es Armando Correa.
El libro se titula La hija olvidada. Lo encontré por casualidad en una librería municipal que vende libros subsidiados, o subvencionados, no recuerdo la palabra que la librera me dijo, era una palabra extraña, suena fea al oído. Solo me explicó que ellos, por la falta de libros que tenían (obviamente: la industria literaria en Cuba está muerta, ni se publican cosas nuevas, mucho menos se distribuyen), se dedicaban a «revender» libros de uso y luego se repartían al 60/40 el precio entre el dueño del libro y la librería. Sesenta por ciento para el dueño, cuarenta por ciento para la librera. La hija olvidada me costó doscientos cincuenta; si mis cálculos no me fallan, ciento cincuenta serán para el propietario y cien para ella.
Por lo que leí en la contracubierta, toca el tema del MS Saint Louis, el barco cargado de judíos que no pudo entrar a Cuba. Padura también toca el tema en Herejes. Pretendo entrarle con ganas, de cierta forma condicionado ya por la novela de Padura que, si bien en su estructura tuvo flaquezas, en profundidad es un novelón sobre la libertad y la importancia de ser alguien libre. Es gratificante saber que hay escritores cubanos más allá de esta paupérrima y depresiva realidad de librerías vacías y bodegas desabastecidas que ponen en alto el nombre y la calidad de los pocos que hacemos algo con las palabras.
Como es domingo, he intentado que el incienso se lleve todo el tedio que uno arrastra, que uno tiene que soportar. Mierdas que no vienen al caso, pero que manchan, joden, retumban. Esto me hace pensar en unos dibujos animados que veía de niño. Era de Hannah-Barbera. Era una adaptación de La Mole —de los Cuatro Fantásticos—, pero en plan infantil, o todavía siendo adolescente el personaje. Se llamaba Benjie, y tenía una frase que, desde entonces, he tenido dándome vueltas en la cabeza. En algún punto de cada capítulo, para ganar sus poderes de superhéroe, Benjie decía «Anillos de roca La Mole quiero ser», ignoro dónde irían las comas, lo siento. Supongo que la coma pueda ubicarse en dos lugares. El primero: «Anillos, de roca La Mole quiero ser»; o el segundo: «Anillos de roca, La Mole quiero ser». La primera me parece más adecuada.
Esos muñequitos me hacen pensar que, así, con ese poder de volverse una mole de piedras, es la única manera en que podría uno cargar con todo el agobio que lo atosiga en este país. «… de roca La Mole quiero ser».
Cada día se hace más complicado conseguir comida, porque los precios están disparados, y también hay personas que se le van por delante a la inflación y duplican o triplican sus precios por la escasez; hay poca comida, racionada y mala. Las colas son infernales y en la mayoría de los casos, aquello que antaño se priorizaba en una mesa —la proteína: un pedazo de pollo o un poco de picadillo—, ya cuesta Dios y ayuda conseguirlo. La proteína se ha visto sustituida a la fuerza por un par de croquetas de harina o por dos fiambres de consistencia sospechosa. Arroz blanco, unas hilachas de col y dos croquetas, cuando más, es el plato más cotidiano en una casa.
A veces, a modo de ironía o sarcasmo, le digo a la gente que tengo TDA. Entonces me preguntan si se trata de Trastorno de Déficit de Atención y les digo que no, que se trata de Trastorno Depresivo Agudo. En Cuba, si se hicieran estudios pertinentes y serios, saldría que la mayoría de la población tiene tendencias depresivas. O igual, paranoides, esquizoides. La situación, el contexto, la falta de comida, la presión, no ayuda mucho.
«… de roca La Mole quiero ser».
Estaba acostado, miraba el techo. Terminé de ver el episodio de A Fondo, con Joaquín Soler Serrano, donde entrevista a Camilo José Cela, y por mucho que Soler Serrano le insista, Cela no cesa de usar su ironía por momentos ácida. En algún que otro instante, hasta los que están detrás de cámaras sucumben a la risa. Camilo José Cela fuma, yo no. Lo detesto. No me gusta el humo de cigarro, sin embargo el incienso sí.
Después de la COVID, quedé con secuelas en los pulmones y no puedo respirar bien cada vez que hay humo a mi alrededor. Me corté una uña, me sangró. Mi madre dice que estoy estresado. «… de roca La Mole quiero ser». Mi madre marca el número de mi padre y le sale otra casa, otra gente, otra voz. En parte, es hasta curioso. Llamar a una persona conocida y que conteste alguien desconocido. «Usted está llamando a un número equivocado», le dice un señor con muy malas pulgas. Resulta difícil creer que uno va a llamar a un número con la confianza de que alguien conocido conteste y de repente, del otro lado, nadie sepa quién eres, qué dices o qué buscas.
Es ahí cuando uno, indefenso, sin creerlo del todo aún, desnudo frente al lobo hambriento que es el mundo, decide enrumbarse por la vida a encontrarse con ese padre no conocido, del que solo sabe que tiene malas pulgas —lo corroboran las tres llamadas al mismo teléfono que antes perteneció a mi padre real—, y a enfrentarme al conflicto más longevo de la historia de la humanidad: Saturno devorando a sus hijos, Edipo, Zeus y Hércules, Hamlet. Ese conflicto es el más explotado después del amor entre parejas: la relación padre-hijo, existe cierto lazo ahí —no tan visible como el cordón umbilical que une a la madre con el hijo—, un tanto interesante, maravilloso, como los hilos que mueve Dios.
Por solo citar un caso, la obra más conocida de Shakespeare y la mejor de todos los tiempos —esto según Google— es Hamlet, la disputa de un trono, la traición, la muerte de un padre, la venganza de un hijo.
Quizá toda la confusión pueda deberse a un simple error de planta, a una equivocación malévola de conectores, de terminales —bobería de ETECSA, como casi siempre—, pero basta esa humana confusión para desentramar el sencillo acto de imaginar otra vida, otra persona, otro padre que no sabe que existo, que me desconoce por completo. De tan solo pensar por un minuto en ello, el interés en la ficción me invade. Verse huérfano en el mundo, sin amparo, sin cobijo de nadie, sin consejos, sin una sombra que ayude, es terrible.
«… de roca La Mole quiero ser».
Mi padre ha dejado de ser mi padre, mi casa ha dejado de ser mi casa —sin nunca haberlo sido del todo: es un consultorio médico, un medio básico propiedad del Estado—, mi comida ya no será la misma, cada día será peor. En cambio, mi padre es un señor con muy malas pulgas, un señor al que no conozco para nada y al que, irónicamente, debo agradecerle el hecho de haber fornicado con mi madre y haberme permitido venir al mundo. Como si se abriera una brecha en el espacio-tiempo, se creara un multiverso y en esa otra vida ese número telefónico, esa dirección para mí conocida, fuera de otra persona, fuera de otra vida, por una guanajada de la única empresa de telecomunicaciones de Cuba —siempre están comiendo mierda y nunca hacen bien el trabajo, diría alguien en algún que otro momento—. Eso, sin dudas, me ha puesto a pensar en la posibilidad de que el ser humano viva más vidas aparte de la obligada y depresiva. Pienso que sí, que puede ser posible: sin tener conciencia de ello, estamos a la vez en dos y tres vidas, lugares, momentos.
El ejemplo de ello soy yo mismo: estoy acostado en mi cama, con una uña que me sangra y dos croquetas en la barriga, pero a la vez, al mismo tiempo, estoy decidido a encontrar a mi padre que no sabe que existo, que no sabe que estoy vivo y al que, aunque sea muy temprano para reconocerlo, le debo la vida. Lo único que nos une, en un primer momento, es nuestra afición a las malas pulgas. También, en ocasiones, soy dado a ello.
Olor a incienso. Mi madre dice que lavanda, yo hago un chiste: «como no sea “la banda” musical». Ni yo me río, no tengo ánimos. Mi madre fríe un huevo, hace un sonido extraño con la boca para el cual no existe otro nombre, otra forma de llamarlo, al menos que yo sepa, que no sea freír un huevo.
«… de roca La Mole quiero ser».
Emmanuel Montes Álvarez (La Habana, 1996). Es licenciado en Letras por la UCPEJV. Autor de la novela Los días que pienso en ti (Avant, Madrid, 2023). Ha publicado textos en revistas nacionales e internacionales como Interliteraria y Nostos, de México, Letralia de Venezuela, CdeCuba, Saranchá, Carcaj, Casapaís e Hypermedia Magazine. Ganó la beca de escritura creativa del Programa Transcultura de la UNESCO