# 4
The hand that wrote this letter
sweeps the pillow clean
so, rest your head and
read a treasured dream[1]
David Bowie
En 1953, Christopher Strachey creó un programa que cambiaría para siempre la relación entre la escritura y las computadoras: un generador de cartas de amor.
Desahuciado por no encontrar las palabras o encantado tal vez por la idea de que le ahorraran el trabajo de la escritura, Strachey inventó Love Letters 1.0, una herramienta hecha con base en algoritmos programados para combinar de manera aleatoria saludos, palabras y frases; un sistema capaz de componer una carta única y diferente cada vez.
Este experimento sentó las bases de lo que algunos llaman literatura informática o literatura digital. Lo cierto es que los resultados fueron pequeños fragmentos de textos incoherentes, con frases que chorrean una cursilería edulcorada capaz de empalagar a Pepe Le Pew (pepelepiú, el zorrino francés de Looney Toons). En fin, un muestrario de textos kitsch que nos hacen deambular entre la ironía y el patetismo.
Todas las cartas de amor son ridículas, dice Fernando Pessoa. Y se refería a las que escribimos los seres humanos. El patetismo parece ser inherente a las cartas de amor, porque es el refugio de la intimidad compartida, el lugar donde nos permitimos volcar sentimientos que nos desbordan: no solo el amor; también la ira, la pasión, el despecho, la ternura, el desasosiego, el desengaño, el odio suelen entremezclarse de un modo único en esos textos con palabras escritas. Es justamente en el gesto de detenerse a escribir donde reside el valor de la carta, en el tiempo que nos toma elegir las palabras, dejarlas fijadas en una materialidad objetiva.
Una carta de amor no necesariamente se escribe en un papel y se envía en un sobre. Un correo electrónico, una nota en la heladera, un pasacalle en la esquina, un WhatsApp kilométrico lleno de corazones, un grafiti en una pared callejera o en la puerta de un baño son versiones. No importa el soporte, a la carta de amor se la reconoce en su intención, en su manera de demandar la presencia de alguien, en la denuncia innegable de su ausencia. Porque escribir una carta de amor supone distancia, lejanía. Y silencio. Para hacer estallar ese silencio es que se escribe.
Movida por la curiosidad, busco el LoveLetter 1.0, y ahí está, colgado de la web. Funciona. Muestra sus resultados en tiempo real y en inglés, escribe cosas como Eres mi fervor impaciente: Mi ambición erótica. Mi nostálgica simpatía pantalonea tu sentimiento compañero. Mi adoración atesora tu fervor. No puedo dejar de pensar con ironía la variedad de sentidos que puede tener la frase “sentimiento compañero” para mis compatriotas y me río con la idea de que alguien muy ingenuo transmute una declaración de amor en una provocación de política partidaria sin darse cuenta.
También —nobleza obliga— tengo que reconocer que “pantalonea” es muy superior a muchas ocurrencias de algunos poetas y mucho más expresivo que bluyinear. Pero hay algo de lo que la máquina hace que no termina de calar, de conmoverme. Un poco de asombro frente a lo inusual, frente a lo disparatado de algunas combinaciones de frases, y ya. Nada más sucede.
“Las cartas de amor, / si hay amor, / tienen que ser ridículas”, continúa el poema de Pessoa.
La ridiculez de una carta de amor es inversamente proporcional al grado de vinculación que uno tiene con los sentimientos que se develan en esas palabras. Una carta es ridícula solo para los que no participan del lenguaje inventado que propone —ese código compartido entre los involucrados. Solo un lector externo, testigo, chusma, indiscreto puede percibir la ridiculez de una carta de amor.
Paso al chat GPT 4, para ver si la cosa ha evolucionado un poco en estos casi setenta años. Le pido que escriba una carta de amor entre dos personas. El chat me contesta con cartas mucho mejor redactadas, casi perfectas. Pero aún hay algo que me genera incomodidad. Voy a lo obvio: creo que es el sesgo de género. Trato de ir afinando aspectos en cada entrada que ingreso. La segunda entrada fue una carta de amor entre dos personas homosexuales, el resultado era la misma carta escrita de un varón a otro. La tercera vez le pedí que fueran mujeres, la misma carta. La cuarta, una travesti. Ya saben el resultado. Claro que si ajusto los prompts el resultado varía, lo que me llama la atención es que el chat inteligente no sepa que entre personas distintas las cartas nunca podrán ser iguales.
Le pido que me escriba una carta de amor para mí. Me escribe una carta que serviría para que yo se la mande a alguien. Le pido que escriba una carta dirigida a mí. Me escribe una carta motivacional que luego rubrica [tu nombre].
Esta firma viene a señalar el vacío que debería llenar.
Al final me deja el siguiente mensaje: espero que esta carta te haya traído alegría y te haya recordado cuán especial eres. Si necesitas más palabras de amor y apoyo, aquí estaré para ti. Le pregunto si es verdad que le gusta mi risa, me responde: como una inteligencia artificial, no tengo emociones ni preferencias personales, por lo que no puedo experimentar gustos o disgustos. Mi función es proporcionar información y asistencia en base a las consultas que recibo. Mi comentario sobre tu risa fue parte de la carta de amor que te escribí anteriormente, destinada a expresar afecto y aprecio.
Dice alguien en una conversación rándom: el chat GPT escribe buenos correos electrónicos. Siento que quizás para algo sirva al final de cuentas. De lo que sí estoy segura es que no escribe buenas cartas de amor. Eso me recuerda a una de las cartas de Pessoa a Ofelia en la que Pessoa afirma: “Quien ama de verdad no escribe cartas que parecen requerimientos de abogado”.
En 2022, me topé en una librería de Lisboa con la recopilación de las cartas completas entre Ofelia y Pessoa. Al principio, me pareció un poco absurdo detenerme a leer las cartas entre dos amantes, una de las cuales era una completa desconocida para mí y el otro un poeta del que no había terminado de leer su obra. Recomendado por el librero de manera insistente me fui con el libro de cartas debajo del brazo y bastante menos dinero en mi bolsillo. Todo lo que sucedió después fue fascinante: Pessoa y Álvaro Campos, Ofelia, los silencios, el juego, la locura. El amor.
“Las cartas que te escribo / son más grandes y más importantes que nosotros. / Ellas son los únicos documentos / donde la gente descubrirá / tu belleza y mi locura”, escribe el poeta árabe Nizar Qabbani.
Una inteligencia artificial no puede escribir una carta de amor simplemente porque no sabe lo que es el amor, no ha atravesado la experiencia del amor. Puede simular escribir una carta de amor, puede imitarla, redactarla, pero no escribirla.
Aunque la alimentemos con datos para que puedan pensar por nosotros y le exijamos respuestas, no hay nada, ni una frase ni una palabra que salga de ahí que se vincule con el placer o el dolor de lo vivido. No hay personas a las que podamos conocer detrás de esas palabras, no hay forma de reconocer la belleza ni la locura. Son palabras sin historia. Por eso, su ejercicio de redacción puede ser perfecto, pero no nos tocan como nos atraviesan las cartas de Pessoa, de Freud, de Virginia Woolf, de Frida Kahlo. No nos conmueven.
“Tu cuerpo, ¿es un guante, o todavía te llora la piel cuando sentís que lo que tocás te siente?”, se preguntaba Enrique Symms.
La pregunta es si de verdad queremos vivir en un mundo homogéneo de experiencias iguales moldeado por el consumo, un mundo donde la cultura quede reducida al mercado y las cartas las escriban las inteligencias artificiales. Si cedemos a esa tentación de lo fácil, de las sensaciones predigeridas, si pisamos el palito y caemos en la atractiva idea de comprarlo hecho al amor.
Termina Pessoa su poema: “Pero, al fin y al cabo, / solo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor / sí que son ridículas”.
Leo en un grafiti virtual una idea que quizás ya conocíamos, que quizás ya habíamos discutido, pero que aún se adapta a los nuevos viejos tiempos que corren: hoy la contracultura es el amor. Y no es que crea en la idea boba o vacua del amor, de lo rosa y lo edulcorado. Es decir, la versión comercial del amor. Sino que pienso en algo más parecido a lo que gritaba Lemebel en su manifiesto cuando decía “hablo de ternura, compañero” o a lo que planteaba Olga Tokarczuk: “La ternura percibe los lazos que nos conectan, las similitudes y la similitud entre nosotros. Es una forma de mirar que muestra al mundo como vivo, interconectado…”.
Mientras escribo, LoveLetter 1.0 sigue su curso de producción de cartas de nadie para nadie. En el vacío de la experiencia, en una soledad absoluta. Cada tanto las pispeo, ya no me dan tanta risa.
Love Letter Generator. Christopher Strachey. (1953)
Stochastische Texte. Theo Lutz (1959)
[1] La mano que escribió esta carta / despeja la almohada / así que, apoya tu cabeza y / lee un sueño atesorado
Vande Guru nació un viernes en enero de 1983, a la vera del río Paraná, en Rosario, Argentina. Dio clases de Literatura, tradujo poesía, trabajó como editora literaria y, actualmente, escribe en periódicos y suplementos culturales sobre teatro, música y libros. Ha publicado relatos de ficción en las contratapas de Página|12 (Argentina) y la Revista Mercurio (España) entre 2020 y 2024. Actualmente escribe desde Barcelona, al lado de otro gran espejo de agua.