# 4

saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

JAMES MERRILL

En una época en que la tónica en la poesía estadounidense era perseguir el eterno sueño de una poesía democrática, a la altura del “ciudadano de a pie”, James Merrill (1926-1995) tramó una íntima resistencia: buscar al solitario lector de poesía. Si bien no fue impermeable a la influencia del modernism en los 50, del confesionalismo en los 60 y del posmodernismo en los 70, su obra trazó un camino propio al margen del versolibrismo imperante. Lírico y metafórico en sus comienzos, durante los 60 comenzó a trabajar con una poesía más coloquial y de fondo autobiográfico que tiempo después lo llevaría a escribir libros derechamente épicos en donde, a través de la comunicación mediúmnica del Ouija, elaborará su propia versión del Infierno dantesco. Aquí les presentamos, con traducción de Leonardo Videla, el que es tal vez su poema más famoso: “The Broken Home”, una serie de siete sonetos que forma parte del libro Nights and Days (1966).

El hogar destruido

Cruzando la calle 
vi a los padres y al niño 
en su ventana, brillando como frutos 
bajo el follaje dorado de la tarde.

En una habitación del piso inferior,
sin sol, más fría —un plato
lleno de cera, marmolado y opaco—,
encendí lo que queda de mi vida.

Arrojé la leche de ayer
y abrí un libro de máximas.
Corre la llama. La palabra se agita.

Dime, lengua de fuego,
que tú y yo somos al menos
tan reales como los de arriba.



Mi padre, que había volado en la Primera Guerra Mundial,
pudo seguir invirtiendo su vida en bancos 
de nubes sobre Wall Street, y su esposa.
Pero la carrera se corría abajo, y la idea era ganar.

Demasiado tarde ahora, distingo en su mirada azul
(a través de los cristales ahumados de los 36 años)
el alma eclipsada por gemelas pupilas negras, sexo
y negocios; el tiempo era dinero por entonces.

Cada 13 años se volvía a casar. Cuando murió
ya había varias esposas ateridas
y enlutadas —anillos, autos, permanentes.

Lo notábamos caliente por una joven novia.
Él podía permitírselo. Aunque septuagenario,
estaba en su flor. Pero el dinero no era tiempo.



Cuando mis padres eran más jóvenes, éste era un espectáculo normal:
una mujer velada saltaba de un auto carmesí
hacia los peldaños de algún lugar —el Senado, el Ritz Bar—
y de golpe, con la velocidad de las noticias, asaltaba

a no importa quién —Al Smith, o José María Sert
o Clemenceau— con las venas del cuello hinchadas 
mientras profería: “Promotor de guerras! Cerdo! Danos el voto!”
y tenía que ser reducida en su falda de sirena.

¿Qué había hecho ese hombre? Ah, hizo historia.
Lo de ella (así lo daba a entender) 
era parir, cuidar la casa, zurcir calcetas.

Siempre el mismo viejo cuento—
Padre Tiempo y Madre Tierra, 
un matrimonio on the rocks.



Una tarde, Michael, el setter rojo, 
pies de sátiro, apasionadamente
cabizbajo, guió al niño que yo era
hasta una puerta cerrada. Dentro 

las persianas filtraban luz sobre la cama.
La habitación verde-oro pulsaba como un moretón.
Bajo una sábana, envuelta en tabúes, yacía 
aquella a quien buscábamos, su melena desgreñada
 
y de una negrura solo vista, si acaso, 
en viejos grabados donde el ácido mordiera.
Seguramente necesité tocarla

o la blancura —¿estaba muerta?
Sus ojos se abrieron, fríos y pasmados.
El perro se echó al piso. Ella intentó tocarme. Hui.



Esta noche han salido al patio. 
La fiesta se acabó. Es el otoño
de 1931. Se aman todavía.
Ella: Ya no aguanto más, Charlie.

Él: Vamos, querida—¿Por qué? ¡Nos sepultarás!
Un soldado de plomo custodia mi alféizar.
Fusil, uniforme y rostro color caqui. 
Algo crece en mí, pesado, maleable, plateado.

¡Cuán intensamente se solía sentir! 
Como metal vertido al final de una novela proletaria, 
refinado y brillante en el crisol, 

veo esos dos corazones, me temo, 
todavía. Fríos aquí en el cementerio del bien y el mal,
incluso así han de ser honrados y obedecidos. 



… obedecidos, al menos, por reacción. De modo
que casi nunca voto o compro el diario.
Aprendí que hacerlo es abrir el paso 
hacia mi casa a un invitado de piedra.

Sin embargo, al echar el cerrojo contra él, 
confío en que no soy menos hijo del tiempo
que aquel que en el brezal interpreta a Poor Tom[1]
o en las barricadas arriesga el pellejo.

Tampoco pretendo cuidar un jardín, sino
apenas una palta en un vaso de agua—
pálidas raíces engastadas con burbujas. Y luego,

cuando las pequeñas hojas doradas han madurado
verdes y carnosas, las dejo morir, sí, sí,
y comienzo todo de nuevo. Soy de la tierra también.



Un niño y un perro rojo vagan todavía
por los pasillos del hogar destruido. Silencio. Los patines 
se detienen ante las puertas abiertas.
¡Mi antigua habitación! El papel mural —color crema, con círculos 

rosados y cafés— revive las primeras pesadillas, 
resfríos de verano, y Emma, rostro sepia,
sudando sobre el caldo traído hasta la pieza
con gotas de grasa dorada que no puedo probar. 

La casa real se transformó en un internado.
Bajo la alegoría del cielorraso del salón
se le podrá al fin permitir a alguien

aprender algo; o, desde mi ventana,  impertérrito
con el alivio de la historia terminada, observar 
un setter rojo estirarse y fundirse con las nubes. 

The Broken Home

Crossing the street,
I saw the parents and the child
At their window, gleaming like fruit
With evening’s mild gold leaf.

In a room on the floor below,
Sunless, cooler—a brimming
Saucer of wax, marbly and dim—
I have lit what’s left of my life.

I have thrown out yesterday’s milk   
And opened a book of maxims.
The flame quickens. The word stirs.

Tell me, tongue of fire,   
That you and I are as real
At least as the people upstairs.



My father, who had flown in World War I,
Might have continued to invest his life
In cloud banks well above Wall Street and wife.
But the race was run below, and the point was to win.

Too late now, I make out in his blue gaze   
(Through the smoked glass of being thirty-six)   
The soul eclipsed by twin black pupils, sex   
And business; time was money in those days.

Each thirteenth year he married. When he died   
There were already several chilled wives   
In sable orbit—rings, cars, permanent waves.   

We’d felt him warming up for a green bride.
He could afford it. He was “in his prime”
At three score ten. But money was not time.



When my parents were younger this was a popular act:
A veiled woman would leap from an electric, wine-dark car                
To the steps of no matter what—the Senate or the Ritz Bar—
And bodily, at newsreel speed, attack

No matter whom—Al Smith or José María Sert
Or Clemenceau—veins standing out on her throat   
As she yelled War mongerer! Pig! Give us the vote!,
And would have to be hauled away in her hobble skirt.

What had the man done? Oh, made history.   
Her business (he had implied) was giving birth,   
Tending the house, mending the socks.

Always that same old story—
Father Time and Mother Earth,   
A marriage on the rocks.



One afternoon, red, satyr-thighed   
Michael, the Irish setter, head
Passionately lowered, led
The child I was to a shut door. Inside,

Blinds beat sun from the bed.
The green-gold room throbbed like a bruise.   
Under a sheet, clad in taboos
Lay whom we sought, her hair undone, outspread,

And of a blackness found, if ever now, in old   
Engravings where the acid bit.
I must have needed to touch it

Or the whiteness—was she dead?
Her eyes flew open, startled strange and cold.
The dog slumped to the floor. She reached for me. I fled.



Tonight they have stepped out onto the gravel.   
The party is over. It’s the fall   
Of 1931. They love each other still.
She: Charlie, I can’t stand the pace.

He: Come on, honey—why, you’ll bury us all!   
A lead soldier guards my windowsill:   
Khaki rifle, uniform, and face.
Something in me grows heavy, silvery, pliable.   

How intensely people used to feel!
Like metal poured at the close of a proletarian novel,
Refined and glowing from the crucible,

I see those two hearts, I’m afraid,
Still. Cool here in the graveyard of good and evil,
They are even so to be honored and obeyed.



. . . Obeyed, at least, inversely. Thus   
I rarely buy a newspaper, or vote.
To do so, I have learned, is to invite
The tread of a stone guest within my house.   

Shooting this rusted bolt, though, against him,   
I trust I am no less time’s child than some
Who on the heath impersonate Poor Tom   
Or on the barricades risk life and limb.   

Nor do I try to keep a garden, only   
An avocado in a glass of water—
Roots pallid, gemmed with air. And later,   

When the small gilt leaves have grown   
Fleshy and green, I let them die, yes, yes,
And start another. I am earth’s no less.   



A child, a red dog roam the corridors,
Still, of the broken home. No sound. The brilliant   
Rag runners halt before wide open doors.   
My old room! Its wallpaper—cream, medallioned

With pink and brown—brings back the first nightmares,   
Long summer colds and Emma, sepia-faced,
Perspiring over broth carried upstairs   
Aswim with golden fats I could not taste.

The real house became a boarding school.   
Under the ballroom ceiling’s allegory   
Someone at last may actually be allowed

To learn something; or, from my window, cool   
With the unstiflement of the entire story,   
Watch a red setter stretch and sink in cloud.

Notas

[1] Se refiere al personaje de la novela East of Eden, de Steinbeck.

Leonardo Videla (Santiago, 1978). Es Ingeniero Civil Matemático, Doctor en Matemáticas y Académico de la Universidad de Valparaíso, Chile. Ha publicado el libro de relatos Leyes de la Herencia (Das Kapital, Santiago, 2015), el poemario Safari (Alquimia, Santiago, 2012) y la novela Campo de Tiro (Alquimia, Santiago, 2013). Ha sido destacado con el Premio Fernando Santiván (Valdivia, 2008), obtenido una Mención honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral (Santiago, 2003) y ganado la Beca de Creación Literaria del Ministerio de la Cultura y las Artes de Chile en dos ocasiones (2005 y 2015).

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