# 2
La Plaza de la Moneda está desierta cuando aquello comienza a descender. ¿Es un pájaro rezagado que persigue insectos? ¿Un volantín a la deriva, en el viento fresco de la primavera? ¿Una nave estelar? ¿Una alfombra mágica? ¿Un juguete del año 3000?
Sola, paralizada, detenida en medio de la desierta ciudad, tiene que esperarlo, tiene que verlo agrandarse, agrandarse, agrandarse... hasta ser un inmenso tapete verde. Ha sido ella la elegida para decirle a los otros, los que han ido a ocultarse en las afueras, lo que es.
El objeto desciende ondulante sobre el edificio del Hotel Carrera y como una gigantesca redecilla plástica lo cubre por entero. Luego se pega a él deslizándose viscosamente por sus cornisas, se introduce cambiando de forma y tamaño hasta sus últimos intersticios. Aparece y desaparece mil veces ante los ojos desorbitados de la mujer. Sin dejar de ser frágil, de ser infinitamente complicado, absurdamente plástico y transparente, recupera su forma de alfombra mágica y sigue flotando. Luego se adhiere a la fachada serena y colonial del Palacio de La Moneda, se escabulle por sus techos, juguetea entre las rejas de sus balcones, se cuela como brisa verde por sus jardines, galerías y corredores, y desapareciendo hacia atrás cae en la Plaza de la Constitución.
Aterrada, enloquecida, la mujer espera. De pronto lo ve asomar un extremo verde por la esquina de la calle Morandé. Y entonces, aquello la mira. Suave, incrédula, violentamente, comienza a temblar.
Pegado a la solera, el objeto viene hacia ella. Avanza silencioso, verde y perforado, ondulante y gigantesco. Con un gracioso viraje cruza y queda detenido ante sus ojos, sosteniéndose con aleteo de pájaro bailarín, mientras reduce su tamaño.
En el centro de su estructura, cuatro espirales grises giran hacia adentro como volutas de humo vertiginosas y eternas, sin cambiar ni dejar de ser; y esos cuatro agujeros caóticos la observan.
Ella, con remoto y olvidado esfuerzo, tiende la mano como para saludar, como para comprender, como para implorar...
Entonces, de una de las aristas de esa especie de mecano verde, con el movimiento de los ojos pedunculados de los caracoles, un dedo largo que se desenrolla toca la punta de su mano tendida; su consistencia es tibia, flexible. Sobre la piel erizada de la mujer, vibraciones como de ventosas se producen a medida que aquel dedo se desliza adaptándose a su muñeca. ¡Paz!, grita su alucinado cerebro. ¡Paz!, implora su corazón desbocado. ¡Paz!, transmiten sus nervios tensos. Como comprendiendo, el extremo verde se le diluye entre los dedos. A través de la masa transparente del objeto, se ven los edificios circundantes, indiferentes y familiares.
De pronto, ella sabe que esa presencia no es agresiva, que su intención es sana, curiosa, fraternal. Son dos seres diferentes que se enfrentan por primera vez, midiéndose, detallándose. Pero en él hay algo más: una seguridad, un juego, una tierna sorpresa.
Súbitamente, del otro extremo de esa materia, algo se lanza hacia ella buscando... Casi impalpable, como un soplo, recorre la órbita de sus ojos, roza la comisura de su boca, y susurrante, sin herir, se introduce desapareciendo todo entero por el hueco de su oído izquierdo.
En su cabeza, ondas sonoras, musicales, disipan el miedo. Aquello calma su corazón; dentro de sus huesos, de la sangre, de sus células, escurriéndose como volutas de humo, el visitante, tierno, cuidadoso, sutil, asombrado, con un lenguaje sin palabras y sin voz, le transmite alegría, confianza, amor.
Pasan las horas; no existe el tiempo; pasan las horas.
Como se ha introducido el extraño ser sale. Ya íntegro, ante ella, como un saludo, vibra unos segundos, para luego desplazarse, ondulante y rápido, frágil y complicado, hasta ser una alfombra verde, una nave, una hoja, un olvidado volantín...
El silencio, ya sin tensiones, llena la plaza. Los que han huido pueden tranquilos volver. El peligro jamás ha existido. La mujer mira por última vez hacia el cielo y con una sonrisa le dice adiós.