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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

La casa junto al mar (1984)
Ilda Cádiz

Estas plantas casi se cuidan solas, señor. Y eso que dicen que son finas, de interior creo que las llaman. Sin embargo, fíjese cómo se dan aquí, al lado de los retamos. Mire ésa, un gomero. ¿Había visto algo más lindo? Esta otra es una aralia, más carne de perro. Pero mire éstas, los tan mentados filodendros. No tienen dos hojas iguales; cada brote sale distinto a los demás. La gente asegura que hay que conversarles, hacerles arrumacos y tratarlas bien para que se críen sanas y bonitas. A lo mejor, pues.

¿Ya vio las que están dentro, en la casa? Hay algo de brujería en la forma como se las arreglan solas. Imagínese, alguien tendría que haberlas dispuesto en estos dibujos. Salustio dice que están distintas a como eran cuando vivían los dueños y que casi no lo necesitan. Claro que con la humedad que hay aquí, el aire de costa, el resguardo del viento y la clase de tierra en que están en esta quebrada, no les hace mucha falta la gente. Pero es curioso, ¿no le parece? Y no son éstas no más, son todas las de la propiedad. Vea la manera en que bajan hasta la orilla de la playa. No sólo los cardenales, ésos crecen en cualquier parte, sino las otras, los diamelos azulados y las hortensias celestes. Mire allí en esa roca cómo se aferra la corona del inca, tan coloradita y fachosa. Será porque a mí me gustan las flores que me entusiasmo hablándole de éstas. En realidad don Raimundo tenía buena mano. Están como si todavía las cuidara, pienso.

Y el huerto. ¿Ha visto el huerto? No hay una maleza. Cierto que ahí mete mano el Salustio. El viejo viene por el día y hace un trabajito por aquí, otro por allá, hasta donde le dan las fuerzas, pero en llegando la oscuridad se manda cambiar como que lo empujaran. Afirma y reafirma que no vuelve a pasar una noche en la casa. Que con una le bastó para quedar escamado. Que aquí penan. Sí, ya veo que usted no cree. Pero si Salustio dice que lo sintió y lo divisó a ese hombre… No, mi caballero, él no toma, es canuto desde añazos. Y no está tan viejo para andar viendo visiones. Si él dice que oyó y vio algo, es que fue así. Yo le creo. Debe haber sido algún intruso que entró… aunque a mí tampoco me dejan una noche en esta casa. Siempre le tuve un poco de recelo, aun en los tiempos en que vivían los patrones. No es que ellos fueran mala gente, no; saludaban con atención pero no daban lugar a entablar amistad. Montones de veces me los topé en la loma, una vez a uno, otra a otro. Era raro verlos juntos en el pueblo. Él manejaba un jeep reviejo que, a menudo, quedaba en pana y había que ayudarlo. Medio raro don Raimundo. Uno nunca sabía con qué genio lo iba a encontrar: o muy alegre o amurrado de frentón. La señora lo disculpaba con que era un artista y lo ponía de mal humor no dar con la manera de expresar lo que pensaba. ¡Las cosas que se les ocurren a los ricos! Ella no era problema, es decir, si uno se acostumbraba a su modo de ser. Salustio me contó que, seguidito, la sorprendía hablando sola, como diciendo poesías, hasta que ella un día le confesó que su deseo más grande era, había sido, llegar a ser una poetisa famosa, tanto como Gabriela Mistral, pero que Raimundo detestaba los versos. No sé si estoy copuchando de lo que no debo; es que se contaban cosas de ellos, que él era casado y ella esposa de otro y que se fugaron juntos, que, en realidad, ahora no eran marido y mujer. Bueno, como fuera, formaban una pareja que no daba escándalo y como, además, eran ricos…

Doña Eliana causaba impresión por su belleza, ya madura, bien proporcionada, de unos ojazos celestes los más hermosos que he visto y una sonrisa así medio misteriosa, como si se estuviera burlando de algo que nosotros no veíamos. Eso lo notaba uno cuando llegaba a verla con la boca cerrada, porque la verdad es que casi no paraba de hablar. No he conocido mujer que tuviera tantas palabras adentro. Sí, así como usted dice, se pasaba expresando sus pensamientos, nada callaba. Supongo que él ya estaría acostumbrado a tanta habladuría o bien andaba con tapones en los oídos. Sin embargo, a veces le salían frases muy emocionantes, sobre todo cuando se referían a niños. En cambio otras, ¡Dios me libre, las barbaridades que murmuraba! Dicen que en el fondo uno es un verdadero pozo séptico. ¿Es cierto, señor?

Nadie sabía si eran felices. Después de todo, quién está contento con lo que es. Ella quería ser famosa, según le dijo a Salustio, pero su marido estaba dominado por el egoísmo y se negaba a que el mundo la conociera. Él ejerció muchos años como arquitecto en el Ministerio de Obras Públicas en Santiago, que hay no se sabe cuántos edificios y monumentos importantes diseñados por él, pero se aburrió de eso porque no congeniaba con la gente. Entonces descubrió este rincón y se vino con ella. Parece que tenían pocas amistades. De repente llegaba algún visitante, o bien, un forastero gringo aparecía preguntando por ellos, pero en general vivían aislados.

En esos tiempos había hartos perros en la propiedad. En las cuatro esquinas don Raimundo hizo instalar perreras y puso letreros bien visibles advirtiendo «¡Cuidado! Perros bravos». ¡Y vaya si lo eran! Contaban que los crio desde chicos, acostumbrándolos a los venenos, por si acaso. La verdad, de mirar a esas fieras no más, a uno se le entraba el habla. Más de un ladrón porfiado la pagó cara. Aun la misma señora se llevó sus buenos sustos algunas noches, cuando le daba por ir a declamar versos por el bosque.

No, no creo que los perros se la comieran, señor, no piense desgracia tan macabra. No la habrían desconocido a ese extremo. Es que desaparecieron casi al mismo tiempo, ¿sabe? Salustio dice que se llevaron varias cosas, las que más podían necesitar y otras que eran sus favoritas, pero el resto lo dejaron arregladito como si fueran a volver en cualquier momento. Así lo pensó Salustio cuando leyó el recado que le dejó don Raimundo: que no se preocupara por ellos y que si no regresaban en un par de semanas, telefoneara a tal número en Santiago para que viniera alguien a hacerse responsable de la casa, que en el primer cajón de la derecha del escritorio había una carta con instrucciones para los abogados de la señora.

Así se supo que era doña Eliana la de la plata, que él la heredaría. Los abogados vinieron y acordaron que la casa debía dejarse tal como estaba, al cuidado de Salustio. Como los vecinos más cercanos quedan al otro lado de las lomas, no mucha gente se enteró de lo que pasaba. El Salustio no es de los chismosos que cuentan las intimidades de sus patrones. Por lo demás, le pagan bien por quedarse callado. En su carta, don Raimundo también dejó orden de aumentarle al doble el sueldo. ¿Que de dónde sale el dinero? Bueno, cada dos meses le llega al viejo un sobre con un cheque, dice que es de los abogados. Pero es todo lo que recibe. Porque para mantener la propiedad no mandan un peso. Mire la casa, está medio vieja la pobre; en tres años algo tenía que pasarle. Salustio la cuida lo más que puede, pero con el último temblor fuerte se anduvieron cayendo algunos ladrillos, ahí tiene una pared agrietada y vidrios rotos. El viejo avisó a Santiago, vinieron unos señores, miraron, hablaron entre ellos y luego se fueron. Hasta ahora, como ve, nada. Si no es por usted, señor, esta propiedad se va a las pailas, lo que sería una lástima porque es tan bonita Sí, sí, pierda cuidado, la dejaremos como nueva. Conozco a toda la gente del pueblo y sé dónde encontrar buenos operarios. Déjeme a mí no más, con confianza. Si don Raimundo estuviera le aconsejaría que se esté tranquilo, que entiendo en construcciones. Veamos. Lo primero que repararemos será el escritorio para que usted tenga su rincón con vista al mar y pueda inspirarse. Qué linda cosa debe ser poder escribir y transmitir así los pensamientos. Yo, de cuando en cuando, me entretengo leyendo alguna novelita de esas de misterio o de crímenes, no me da para libros más serios. La señora Eliana habría estado feliz de conocerlo a usted. Quién sabe si algún día regresa y viene a ver quién vive ahora en su casa. Ojalá que ese regreso no sea muy luego, ¿no le parece? No cuando el arreglo le va a costar algunos pesitos.

¿Usted traerá perros también? Yo se lo recomendaría, señor. Porque si no se han llevado hasta las pisadas de este sitio es por miedo, ya le dije que lo creen embrujado. Pero como usted opina que son patrañas, entonces es mejor que se prevenga de los vivos. ¿Qué me dice? Sí, claro, reparar las cercas, limpiar las norias, aunque las dos están bastante pasables, podar algunos árboles, poner los vidrios que faltan.

¿Se ha fijado en el caminito a la playa? Mírelo desde aquí, de la terraza. Está como si lo hubieran despejado recién. Tal vez algún quiltro vago o las cabras y ovejas sueltas lo usan para bajar a ramonear los arbustos. Buen servicio nos hacen ahorrándonos trabajo.

Es soberbia la vista, ¿no? Con esas tremendas olas que rompen contra los acantilados de la puntilla y, sin embargo, se deshacen tan inofensivas en la playita de arena dorada. ¿Se ha quedado a las puestas de sol? ¿No? Entonces no ha visto otro paisaje más lindo. No se ría, señor, no lo digo por orgullo de costino; este panorama no lo cambio por ningún atardecer en el San Cristóbal o entre chicuelas de Viña. Por eso me extraña que los patrones se hayan marchado… A pesar de que no es tan extraño, después de todo; ni don Raimundo ni doña Eliana nacieron aquí. En fin, cada uno con su idea.

Espero que usted esté a gusto en nuestro pueblo; puede contar con nosotros. Según me informó Salustio, usted tiene autorización de los abogados de la señora para arrendar la casa por el tiempo que desee; ojalá sea por mucho. Pasado mañana le traigo el presupuesto, no faltaba más. Yo tengo mi prestigio de contratista en estos alrededores y no voy a embarrarlo portándome mal con usted, todo un caballero escritor. Hasta luego, entonces, mucho gusto de conocerlo.

Así que usted no me creyó cuando le dije que en esta casa penaban. Ahí tiene a su caballero escritor. Tampoco aguantó más de una noche. ¿Qué sería lo que le pasó? Me gustaría conversar con él para comparar si se nos apareció la misma cosa, mejor dicho, la misma persona. Usted se ríe, don Manuel, pero le juro por Diosito que yo vi a don Raimundo cuando entró por uno de los balcones de la terraza y pasó para su dormitorio. Iba con su traje de hombre rana, sacudiéndose el pelo cortito, un poco mojado. Le vi la cara, como lo estoy viendo a usted ahorita, porque justo le dio la luz de Luna. Y era él…, aunque me pareció tan paliducho…, tan cara de pescado, si me permite. Yo no había prendido luces esa noche porque estaba tan clarito y tranquilo que me daba gusto estar ahí en la casa, solo, recién comido y aprestándome a dormir en la buena cama. ¿Cómo iba a imaginarme que podía aparecer alguien, y menos todavía… del mar? No, don Manuel, usted sabe que no tomo y, gracias al Señor, tengo buena vista para mis años. No muchos viejos por los sesenta, como yo, pueden jactarse de lo mismo. Apostaría que ni usted, que parece unos cuantos menos, ¿ah? Bueno… me quedé ahí, paralizado, creo que ni pude gritar. No sé si pasaron segundos u horas antes de que me moviera del sillón en el living. Cuando miré, quiero decir, cuando me di cuenta de lo que había visto, él ya no estaba. Parece que se dio vuelta y salió corriendo hacia… hacia el mar. Le aseguro, don Manuel, porque las marcas de sus aletas quedaron un rato en el piso. Esa noche no dormí una pestañada y si no arranqué al tiro fue porque me dio más miedo salir de la propiedad y lanzarme por las lomas, solo; capaz que él fuera a perseguirme. Preferí encender todas las luces de la casa y el fuego de la chimenea del living y quedarme al ladito, tiritando, hasta que aclaró. Entonces me fui a la oficina de teléfonos y hablé con Santiago, con uno de los señores. Se rio de mí como chino. Según él, don Raimundo y la señora Eliana andaban de viaje, no sabía dónde, pero en definitiva, ninguno de los dos había regresado. Él, o cualquiera de sus colegas en el estudio, lo habría sabido ya, ¿no? Fue bien firme para repetírmelo, pero aun así yo también fui igual de firme y le dije que ahí yo no dormía más, que si quería cuidaba la casa en el día pero en la noche… ni con pistola al pecho. Menos mal que la copucha sirvió para que los vivos atrevidos desistieran de ir a comprobarla ellos mismos.

¿Que qué explicación le hallo? Ninguna, por más que le doy vueltas. Aunque… aunque, sí, creo que está vivo, él, o los dos, no sé. Porque hay cosas… detalles… Los noto a veces cuando llego por la mañana. La purita verdad, no podría decirle justo qué. Un día es como si hubiera estado fumando en una de sus pipas. O se hubiera friccionado con colonia… y hasta quizás encendió la chimenea y se preparó un nescafé. Cosas así, sabe. El agua de colonia va bajando en el frasco, es cierto que se evapora y yo… yo, también, bueno, también le echo una olida, una que otra vez, para qué voy a mentirle. Y el nescafé, uno nunca sabe cuándo se termina. Pero… ¿un libro que un día está, después desaparece y al tiempo vuelve a estar en su sitio?

No sé por qué, pero me tinca que don Raimundo fue a ocultarse en alguna parte. Quién sabe si por el lado de los acantilados hay entradas que descubrió en sus buceos y, a lo mejor, galerías y cavernas. Puede que se haya acomodado un lugar; no se le olvide que es arquitecto y muy mañoso con sus manos. Y los muebles que faltan de aquí, ¿está seguro de que se los llevaron al extranjero? No me extrañaría que hubiera cuevas por esos lados: tenga presente que fuimos querencia de piratas. ¡Quién no le dice que hasta un tesoro encontró por esos antros! ¿La lancha a motor? Tampoco está. No sé desde cuándo. A veces pienso si salieron en ella y se ahogaron los dos… o ella solamente y él teme que lo acusen de asesinato. Las cosas que se le meten en la cabeza a uno. ¿Qué piensa usted, don Manuel? Sí, es cierto, en la lancha no podría ir muy lejos. Con el tráfico de drogas la policía marítima lo hubiera atrapado, aun cuando él era hombre de muchos recursos y mucha fantasía. La forma como está construida esta casa se lo prueba. De alguna manera se las habrá ingeniado para que los abogados no sospechen, o bien los ha sobornado. Quién sabe cuánta gente más le guarda el secreto.

Estoy casi seguro de que está solo. Algo me lo dice. Cuando llego en la mañana es como si sintiera un solo olor y son sus cosas las que encuentro movidas o cambiadas. Le digo que las cambia. No, no estoy loco, señor. He hecho la prueba varias veces: saco un cacharro de un lado y lo pongo por allá y el choapino que le gustaba en un rincón lo dejo por otro, a ver, y siempre aparecen donde estaban antes. ¿Quién los mueve, si no don Raimundo?

¿Qué le contó el escritor? Ah, yo creía que alcanzó a hablar con él antes de que se volviera a la capital. Aguarde, don Manuel, casi se me olvida, soy más… ya, ya, dígamelo, no voy a ofenderme porque sería la verdad. Sí, el caballero le dejó una carta en el escritorio. Parece que sabía que no iba a volver a verlo. Tome, léala. Vaya, le deja un chequecito. ¿Y qué más dice?

¡Don Manuel! ¡Qué cara tiene! ¿Qué le pasa?

Estimado don Manuel:

Perdone que le haya hecho perder su tiempo preparando esos presupuestos para la reparación de la propiedad, pero he desistido de vivir en ella. No puedo darle detalles ni razones, aparte de que acabo de hablar con los abogados de doña Eliana y hemos anulado el contrato de arriendo. Para reembolsarle a usted en algo, le adjunto cheque. Espero que le sirva.

Diga a Salustio que debe seguir cuidando esta casa en la misma forma que hasta ahora y no comentar con nadie, absolutamente con nadie, los hechos extraños que puedan sorprender en ella.

La última advertencia vale también para usted, don Manuel, y en garantía de que la cumplirán, ponga su firma al pie de esta carta y que Salustio la deje en la repisa de la chimenea antes de irse esta noche. Les aconsejo que cumplan lo que se les pide.

Cuando uno se desvía del camino ancho que divide el pasto gris verdoso, apelmazado contra la tierra arenosa, y toma el senderito apenas marcado entre las matas de yuyos, chochos y cardos, no imagina que, de pronto, va a encontrarse con una hendidura en la colina, en cuyo fondo crece una enorme mancha de follaje tupido. Le halla cierto parecido al paisaje nortino, áspero y desierto, donde el ojo cansado cree un espejismo esa línea oscura que aparece en la llanura blanquizca, hasta que la cercanía la convierte en copas de árboles, y, más adelante, en verdor frondoso de oasis aconchado en el seno de una quebrada.

Es difícil resistir el llamado del horizonte. Caminar, avanzar, seguir siempre más allá, doblar los recodos, vencer las colinas, buscar la salida del bosque de pinos o eucaliptus. Y tener, en todo momento, el fondo cambiante del mar en la secuencia de paisajes.

Maldita inquietud que me llevó a ese lugar. Desde arriba se veía plácido, retirado, la fuente de donde brotarían las obras como por sortilegio. Allí tendría la paz que añoraban mis sueños de amor rotos y mi mente descartaría la visión de un rostro mitad angelical mitad demoníaco, para ver en las cuartillas sólo las impresiones de lo que pudiera convertirse en la producción consagratoria.

Ahora regreso de allí más atormentado y confuso que antes. Nada, nadie, podrá reemplazar la experiencia alucinante vivida ésa, la única noche que pasé en la casa de la quebrada junto al mar.

No puedo volver a ella.

Entre el verde de los pinos del bosque, de los cipreses que formaban setos, de las rosas trepadoras enroscándose en el enrejado de fierro de las ventanas, la casa de estilo español era un rincón de Sevilla trasladado a las afueras de un pueblito en la costa central de Chile. Ningún otro sitio habría aquietado mi espíritu ni estimulado mejor mi imaginación que ése, semioculto en los lomajes, impertérrito ante la amenaza de los cachones, cuya espuma alcanzaba a veces a empañar los ventanales del living, con un retumbar que en las noches me habría servido de somnífero.

Una sola tarde experimenté el deleite de la puesta de sol con la comodidad de un sibarita: hundido en el sillón, los cigarrillos a mano, un vaso y una botella de cerveza sobre la mesa de caña, un par de libros y el inseparable block de apuntes. Nada faltaba para mi satisfacción. El cielo sin nubes amenazantes en la bóveda, pero con cendales arrebolados como corona en el ocaso; el viento que batía las ramas de los pinos, levantaba pequeños torbellinos de arenisca y hacía vibrar los vidrios de la casa; el estruendo de las olas con sonidos de contrabajo frente a los últimos cantos de los pájaros o el graznido de alguna gaviota. Dentro de pocos días, el contratista y sus ayudantes invadirían el lugar con sus serruchos, martillos y palas, pero, en cambio, la convertirían en mi refugio contra el ajetreo de la ciudad.

No pude concentrarme en el tema político-social que brotara en mi mente al cruzar los arrabales del pueblo, antes de alcanzar el paraíso de esa casa; el panorama no dejaba más espacio que para la contemplación extática. Permanecí inmóvil hasta que me encontré rodeado de sombras. Sobre mi cabeza temblaban las estrellas Rigel y Betelgeuse y, entre ellas, las Tres Marías y, más allá, la Cruz del Sur.

Sentí hambre. Me levanté a preparar sándwiches y café. Mientras hervía el agua, entré el sillón confortable y recorrí la casa, cerciorándome de que todas las puertas y ventanas estuvieses bien cerradas. Necesitaría perros guardianes, por supuesto. Confiaba en que mi amigo el capitán González me enviara, entretanto, una ronda de carabineros y, más tarde, consiguiera para mí un par de animales bien entrenados que reemplazaran a los que desaparecieron con los dueños.

Acomodé el sillón frente a una de las salidas a la terraza y me senté a servirme la cena. El mar me fascinaba. No había Luna, pero el reflejo de las luces de la bahía alcanzaba a prestar ligera claridad a ese monstruo inquieto que tronaba a mis pies.

El café de tarro recién abierto expelía un aroma estimulante. Deseé una segunda taza. Volví a la cocina.

Al regresar, desde la puerta del pasillo, lo vi.

Había acercado el otro sillón y estaba acomodado en él, de espaldas a la terraza. No distinguí su rostro en el primer momento; la luz del pasadizo, que bastaba para iluminar un poco toda la casa, no permitía, sin embargo, precisar detalles.

Tras segundos de vacilación se impuso mi curiosidad. Me jactaba de no creer en fantasmas o seres extraterrestres, a pesar de mi fantasía de escritor.

Avancé unos pasos. La figura en el sillón no hizo movimiento alguno. Tal vez experimentara tanto interés como yo e igualmente contenía el impulso de ser el primero en hablar o actuar. Aun cuando a mis propios oídos sonaba ridículo preguntarle «¿Quién es usted?», iba a hacerlo. Él se me adelantó. Lo había atraído el olor del café, dijo.

Su voz era suave, muy profunda, y arrastraba las sílabas como si le fuera penoso sacar de su garganta sonidos de palabras en medio del ronquido semejante a vibrar de membranas que brotaba de ella.

Me acerqué y le tendí mi taza, pero él hizo un ademán, deteniéndome, a la vez que se incorporaba. Era muy alto, muy delgado bajo el ceñido traje de goma gris oscuro. Hoy no puedo asegurar si realmente era traje de goma o su cuerpo mismo. Parecía una anguila sin la movilidad de ésta. Echado atrás sobre la cabeza tenía un curioso casco de material plástico transparente. En la penumbra distinguí apenas sus cabellos grises, cortos y apegados al cuero, casi formando una capa escamosa, con una especie de patillas a ambos lados del cuello y que se movían rítmicamente al compás de su respiración. Era don Raimundo; se parecía al hombre de los retratos en el álbum que encontrara en un cajón del escritorio, diferenciándose como un delfín anguloso difiere de un ser humano.

Algo murmuró y creí entenderle que prefería ir él mismo a prepararse el café batido a su gusto. No me moví mientras se alejaba, haciendo sonar sus aletas en el parquet, pero esa inmovilidad me duró segundos: vencido por el peso de la situación, me dejé caer en el sillón y debí poner la taza sobre una mesa baja a mi lado para apretarme las manos que me temblaban en espasmos incontenibles. Tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para dominarme y no huir. Porque quería saber. No era un fantasma el que venía del mar sino un mortal. ¿Qué había en él que me provocó una sensación de desasosiego, casi de repugnancia? Conocía su historia y no era más melodramática que la de cualquier profesional imaginativo, descendiente de aristócratas arruinados, que se enamorara de una mujer casada de mucha fortuna. El ardid de simular desaparición bien pudiera ser mera señal de extravagancia. Pero… ¿dónde se ocultaban realmente? ¿Existían esos rincones desconocidos bajo los acantilados que les permitieran esconderse sin peligro?

Las conjeturas se atropellaban en mi mente y sólo las interrumpí cuando él regresó con su taza en una mano, en tanto que con la otra sostenía un platillo con galletas de soda. Noté que se había quitado las aletas y el casco. Sus pies desnudos se veían increíblemente blancos contra el fondo oscuro del choapino y su forma chata daba la impresión de un par de remos. Con reluctancia, pero fascinada a la vez, mi vista subió a lo largo de su cuerpo. Tal vez conservara la estatura y las divisiones humanas de cabeza, tronco y extremidades, pero su cuello casi no existía, confundido con las clavículas, engrosado y palpitante, como accionado por dos abultadas yugulares o crecimiento a punto de reventar bajo la piel lustrosa, cristalina, en tanto que el tronco más bien redondeado, podía compararse a un huso.

La fruición con que saboreó el café no me contagió. Un hábito que echará de menos, deduje de los sonidos que emitió entre largos sorbos. Recuerdo haber pensado, en ese instante, que quizás nunca más podría tomar, o siquiera oler café sin recordar al misterioso don Raimundo.

Porque no era tanto su apariencia lo que más me repugnaba sino su olor, el frío, la emanación que brotaba de él, la vidriosidad de su mirada y, por sobre todo, su respiración dificultosa, los sonidos confusos que emitía su garganta y que me costaba traducir en lenguaje. Tal vez no hablaba, incapaz de pronunciar palabras inteligibles y era sólo mi imaginación que creía oírlas. ¿O quizás interpretaba las ondas postreras de su pensamiento humano?

Supe —aún hoy no sé exactamente cómo— que desde pequeño le atrajo el mar y sus secretos. Si conociera su biblioteca comprobaría que tiene allí cuanto material ha podido encontrar relacionado con la vida submarina. Son las profundidades las que le obsesionan: sus bosques, montañas, acantilados y cavernas. Las llanuras de algas breves mecidas por las corrientes o el deslizarse de los cardúmenes más diversos, la oscuridad interrumpida por las lucecillas laterales de los escopeliformes o la fosforescencia de alguna minúscula planta bentónica.

¿Por qué, por qué?, era lo único que atinaba a preguntarle en medio de la avalancha de murmullos que fluían de él, inundándome, aturdiéndome. Horas más tarde, ya a solas en la penumbra del living, fui armando la narración que mi subconsciente registrara a grandes parches, extraída del aliento forzado, no de un ser terrenal que lucha por no ahogarse en un medio líquido, sino a la inversa: el esfuerzo de una criatura habituada a otro elemento tratando de recuperar una función desusada.

Las confesiones que escuché esa noche no podré olvidarlas jamás… jamás, a menos que me haga cómplice deliberado. La tentación es casi insoportable; mi curiosidad me aguijonea a volver a esa casa, aguardar a que él aparezca y aceptar que me lleve a conocer el mundo submarino que ahora habita y que ha modelado a su capricho. Sí, submarino, porque la caverna que descubrió entre los acantilados vecinos a la casa y a la cual se llega con la marea alta, que le facilita mover la piedra que oculta la entrada, es su nuevo hogar del que no puede salir sin revelar su secreto. Su mujer está allí también, recostada en su canapé favorito, lánguida y serena, tan hermosa como antes, pero ¡por fin! muda, petrificada en su ataúd de vidrio que va recubriéndose poco a poco de corales. Le llevó años preparar el escenario y al término resultó como lo planeara. Él estaba en la ruina cuando Eliana se enamoró de él y le propuso fugarse. Era tan hermosa…, ¡y tan inmensamente rica! No tuvieron reparos en anular sus matrimonios sin hijos y durante meses gozaron de su amor recorriendo el mundo. Antes de ceder debiera haberse detenido un momento a preguntarse si la parlanchina enamorada de los primeros tiempos no se convertiría en la chiflada que se creía poeta y le provocaba intensas jaquecas con su cháchara. Tal vez todavía fuera arquitecto fiscal, no muy contento de su destino, pero libre del quinto mandamiento. Lo que colmó su paciencia fue la afición de Eliana a la bebida, cada vez con mayor intensidad. Eso no pudo suportarlo, por indigno en ella y tanto menos porque él, experto en buceo de profundidad, no bebía.

Su único pesar ha sido, siempre, no tener descendientes. No los tuvo en su primer matrimonio y Eliana no quiso un hijo. Le habría gustado crear una nueva especie de seres anfibios humanos, capaces de sobrevivir en tierra cuando fuese necesario. Si yo conociera esa vida suya, si viera la belleza que encierra, no desearía volver al mundo exterior. ¿No querría… si también me atrajera lo desconocido…? Él sería mi maestro. Todavía soy joven, puedo adaptarme mejor y más pronto que él. Sabe que no le quedan muchos años de vida, en cambio yo… ¿No conozco alguna muchacha que pudiera entusiasmarse con la idea? Naturalmente deberá reunir ciertas condiciones. Y si no lográramos convencerla de buen grado, entonces… entonces habría que raptarla. ¿Qué pienso? Hay que decidirse pronto, no se puede perder mucho tiempo en incertidumbres.

¡Qué cosas estoy pensando, Dios! ¡No! No puedo convertirme en creador de otros seres «a imagen y semejanza mía». Es locura, aberración, crimen.

No regresaré a esa casa. Me iré lejos, fuera… No debo volver a pensar en esto. Si Raimundo quiere experimentar, que sea con otro. ¿A cuántos habrá tratado de convencer? ¿Qué número de víctimas esconderán los vericuetos de su gruta?

No es ya un ser humano, ha perdido la conciencia del mal.

Sin embargo… Pienso que me habría gustado conocer su casa, que debe ser bella y acogedora como la otra, donde sus manos hábiles y su creatividad fueron arrancando formas a la roca, savia a la tierra para sus flores y plantas y lograron trazar un parque sombreado pleno de sonidos, de voces misteriosas, de asomos de dríadas correteando tras los faunos niños.

Sí, ya comprendo por qué insistía en que le acompañara. Somos espíritus afines: la fantasía, la aventura, lo oculto, el anhelo de soledad, forman parte esencial de nuestras naturalezas. Puedo ser su colaborador, el sucesor que busca… el hijo adoptivo que inicie una generación.

¡No, no debe ser!

No debe ser, pero… tal vez… algún día, yo…

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