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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

El niño (1976)
Elena Aldunate

Sí, indudablemente el niño había comenzado a ser un serio problema para la Sra. Gutiérrez que, madre no más al fin y al cabo, buena y aburrida como un plato de galletas caseras, de tanta preocupación y perplejidad, estaba al borde de la histeria.

Sentada allí, frente al escritorio del Dr. Jonnson, con el pelo recogido en un moño bajo, los oscuros ojos redondos, gordita y limpia, muerde la punta de sus guantes blancos en un vano intento por serenarse mientras con vocecita tímida y clara le cuenta al psiquiatra detalles de su drama.

—Eso es lo más raro de todo, doctor, un niño tan sano de aspecto, jamás se me ha enfermado, porque esas fiebres que casi me matan del susto cuando guagüita, el doctor Flores, usted sabe, el mejor médico de niños de Rancagua, me aseguró que no eran problema, eso es lo único, por lo demás, como le dije, ni un resfrío... Si usted lo viera, parece un ángel tan rubiecito, un niño precioso, todos me lo dicen. Pero es malo, doctor, tan chico y tan malo. Le aseguro que lo hace nada más que por molestarme, por volverme loca a mí, su madre, que lo ha sacrificado todo por él; se diría que sabe...

Aquí la Sra. Gutiérrez comienza a hacer unos pucheros que a los quince años debieron ser encantadores, pero hoy, en esos labios oscuros y gruesos, dan entre risa y vergüenza ajena. A pesar de ello, el Dr. Jonnson la mira intenso y comprensivo a través de sus lentes metálicos.

—Tengo entendido, señora Gutiérrez, por lo que usted me ha contado, que su marido es agricultor, que tienen ustedes un fundo cerca de Rancagua, una zona espléndida, que les va muy bien. ¿No es así? Que él era viudo y con hijos grandes que no viven con ustedes, que son muy buenos y la quieren, aceptándola desde el primer día, según sus propias palabras; que se casaron con don José habiendo usted antes de este matrimonio trabajado de... este, modista por varios años en su casa. ¿No es así? Bien, entonces explíqueme, señora, cuál es ese gran sacrificio, a no ser que me oculte algo... Malos tratos, intimidades molestas, en fin, algo de ese tipo. No tema contármelo, usted sabe que nosotros los médicos, como los sacerdotes, estamos bajo juramento y nada sale de entre estas paredes. Estoy para ayudarla, señora, no para juzgarla. En nuestra profesión estamos acostumbrados a oír y ver toda clase de anomalías en los seres humanos. Tranquilícese y cuénteme de ese sacrificio...

Los sollozos de la señora aumentan y un fino pañuelito de encajes, desde una abultada cartera de charol, viene en su ayuda.

—¡Ay! Doctor, con razón me dijo mi hijastra que usted podía adivinarle a una todo... Es tan buena conmigo. ¿Sabe? Somos casi de la misma edad, jugábamos juntas cuando chicas, la señora, su madre, que en paz descanse, me quería, pobrecita. La hija es tan inteligente. Se recibió junto con usted en la universidad, ¿verdad? Son todos tan buenos que me da no sé qué, doctor. Si llegaran a saber lo que he hecho, creo que no me lo perdonarían. Pero lo hice por él, por mi Julito, para que tuviera un hogar, un padre que respete...

Y aquí el llanto remece a la pobre mujer con profundos y desgarradores estallidos.

—Cálmese, por favor, señora, tiene que decírmelo todo, es muy importante para que yo pueda comprender y tratar el caso de su hijo. Los niños a veces tienen extrañas reacciones si ven que su madre sufre; ahora presiento que hay algo muy especial que usted aún no me ha revelado.

Ya más tranquila, la Sra. Gutiérrez enfrenta al doctor con una húmeda y culpable mirada mientras retuerce entre sus manos sin guantes el pañuelo empapado.

—Sí, doctor, sí, es verdad. Pero esto se lo juro por mi madre, que me caiga yo muerta ahora si miento... Esto no se lo he contado a nadie, a nadie nunca; hasta he llegado a olvidarlo yo misma; a creer que todo fue un sueño, un hermoso sueño. Bueno, Julito, mi Julito, no es hijo de don Pepe, bueno, de mi marido. Yo, esto pasó hace unos cuatro años en un verano en mi pueblo de Codegua, donde nací. Aunque usted lo crea difícil, era una chiquilla de campo, yo era virgen —aquí las mejillas gordinflonas se tiñen de un rosa intenso, los grandes ojos bovinos se entornan—. Él era afuerino, un gringo alto y buen mozo que venía de Santiago a vender algo así como calentadores de sol, o qué sé yo. Tan buenmozo el gringo, rubio, tostado, con unos ojos color miel, cariñosos y soñadores que, bueno, la mareaban a una. Iguales a los de mi niño. Yo no había tenido nunca un novio, puras molestias y proposiciones malas, doctor. Con él fue otra cosa, otro trato. Me fue envolviendo no sé cómo, con sus palabras y esos ojos que parecían calentarme por dentro, con esas manos tibias y esa piel quemada... Él era un calentador solar entero, doctor. Nada que ver con, bueno, con mi matrimonio y eso... Fueron tres días maravillosos, tres días que no podré borrar nunca, nunca. Para soportarlo me he hecho a la idea que lo soñé, y a no ser por el niño... Pero su hijo es diferente, su hijo me odia. Él era un pozo de amor. Sí, eso, un pozo de amor para mí. Ni siquiera trató de engañarme, me dijo que solo se quedaría tres días y yo me entregué a él porque no pude decirle que no. Lo habría seguido hasta el fin del mundo si me lo hubiera pedido. Ninguna ha conocido hombre como él, lo sé por las conversaciones con otras amigas, ninguna. Callado sí, pero tierno, comprensivo; si no hacía falta de hablarnos para que me entendiera todo lo que pensaba, lo que quería o lo que me molestaba. Tan delicado, tan hombre, doctor... Pero se fue y me dejó huérfana, viuda, muerta, todo junto. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Un mes después me di cuenta que estaba embarazada y fui completamente feliz. Me parecía que él había vuelto, que no estaría más sola y aquí, aquí, doctor —la Sra. Gutiérrez se oprime con las dos manos el vientre redondito que la pollera clara de dacrón hace más visible—, aquí sentí su calor, lo sentí durante los nueve meses. Usted comprende, yo sabía que el gringo no iba a volver, que no había nadie en el pueblo que valiera la pena echarle el ojo, como se dice, y pensando y pensando en las noches en mi desesperación, me acordé de don Pedro, que me había hecho unas proposiciones no muy honestas desde chiquilla, ya que era solo la costurera de la casa, la hija de la Lolo, mamá de sus hijas. Creo que mi juventud hizo el resto. Él, un caballero viudo que andaba en los cincuenta, y yo, una muchacha pobre, pero con veintinueve años y mucha paciencia. Tenía que conquistarlo, no era muy difícil; los hombres, usted sabe, sobre todo los hombres mayores, se creen al momento. Pero para mí, qué diferencia, qué horrible diferencia. Dejé pasar unos días y le hice la gran escena, igual que en las telenovelas. Llorando fui a pedirle dinero para hacerme remedios. Él sabía por qué y yo sabía que don Pedro era y es cada día más cristiano fanático. Lo pillé en el momento justo y nos casamos. Ese es mi sacrificio, doctor, cuatro años de aguantar un caballero muy caballero, pero brusco y engreído, para darle un nombre a mi hijo.

La mujercita calla y el doctor se queda mirándola unos minutos en silencio.

—Dígame, señora, ¿su marido no sospecha nada de esto? ¿No le extraña que el niño haya salido tan diferente a sus padres?

—Bueno, yo no sé si ahora, con todo lo que ha pasado, le habrán entrado las sospechas; pero cuando nació estaba encantado, decía que era igual a su madre, igual a los Schmits, todos rubios y de ojos claros. Ahora él me desprecia, doctor, dice que es culpa mía que el niño sea así; que no lo he sabido enseñar, que soy una tonta ignorante. En fin, es terrible, yo ya no sé qué hacer, y como él no quiere ni oír hablar de Santiago, ni de psiquiatras, tuve que pedirle a mi hijastra, su colega, que me tomara hora aquí en la ciudad. Ayúdeme, doctor Jonnson, por favor. ¿Cree que se pueda hacer algo para convencer a mi hijo de que no haga esas escenas espantosas cada vez que tratamos de sacarlo fuera de su cuarto o queremos que vaya con nosotros al salón o a la cocina o fuera de la casa? ¿Usted cree, doctor? Es tan chico todavía, cómo no se va a poder enseñarle ¿verdad? Ya le conté lo que fue el último paseo, cuando lo llevamos donde los tíos; creí morirme, doctor, la gente nos miraba como a asesinos. Pero lo peor fueron los gritos y los insultos de mi marido. ¿Qué habrán pensado en esa familia? Una humillación tan grande...

—Señora Gutiérrez, ¿vamos a ser amigos, verdad? Dígame, ¿cuál es su nombre de soltera?

—Me llamo Lucrecia Riquelmez, doctor. Lolo, como mi madre.

—A ver, señora Lucrecia, usted me ha dicho que el problema del niño que tiene tres años y medio, es que grita y se resiste cuando lo sacan de su cuarto para llevarlo a otro. ¿No es así?

—Sí, doctor, no quiere pasar ni por las puertas ni por las ventanas. Y eso es todos los días. Yo ya lo dejo que haga lo que quiera. Pero es pillo, porque a penas doy vuelta las espaldas está en el jardín o en la huerta; no sé en qué minuto sale de su cuarto para aparecer en la cocina o en mi dormitorio con sus pasitos cortos y su risa alegre. Me mira y se ríe en mi cara con esos ojos dorados cada vez que me ve. Ya le digo, doctor Jonnson, lo hace nada más que por molestarme.

—Señora Lucrecia, ¿por qué se le ocurre a usted que es por las puertas que no quiere pasar? Y dígame, ¿esto lo hace solamente estando usted delante o con todo el mundo?

—Bueno, porque es cuando paso con él por una puerta, de un lugar a otro, o cuando trato de sentarlo en una ventana abierta o dejarlo caer por ella al patio, que grita y se defiende como si lo quemaran y esto lo hace desde muy chico, conmigo o con cualesquiera, desde que comenzó a caminar a los nueve meses y un poco antes...

—¿Antes de los nueve meses? Señora, es un niño muy precoz, entonces. Y dígame, ¿ha comenzado a hablar, se da a entender ya?

—¡Oh sí, doctor! Habla de todo y entiende mucho más de lo que aparenta. Yo creo que es muy inteligente; mi marido dice que sacó la inteligencia de los Gutiérrez. Claro, como me cree tan estúpida. Pero yo qué sé, me río sola de él y eso le da más rabia.

—Señora Lucrecia, creo que para hacerme cargo de este caso vamos a tener que conversar unas dos o tres veces más, los dos, antes de que me traiga al niño. No me parece un caso difícil, a esa edad todo se arregla rápido; los pequeños son como cera blanda todavía. Pero me gustaría, si me autoriza, consultar con otros colegas, todos tan discretos como yo. No tema nada en absoluto, señora, piense que cualesquiera indiscreción podría causarnos la carrera o la expulsión del Colegio Médico, como ya ha pasado en algunos casos. ¿Qué le parece que nos volvamos a ver el martes a las cuatro?

Usted no sabe cuánto se lo voy a agradecer. Lo dejo en sus manos. Entonces hasta el martes, doctor Jonnson. Ah, ¿la cuenta se la pago a usted o a la secretaria?

—A la secretaria, por favor. Pero no se preocupe; hasta el martes, Lucrecia...

La pequeña Sra. Gutiérrez se levanta sobre sus zapatos de charol, se acomoda el moño con un gesto distraído, se coloca los guantes y, limpia y gordita, cruza el cuarto seguida del doctor para acercarse al escritorio de la señorita Lucía; paga y con tímida sonrisa se despide mientras piensa espantada: ¡Qué caros son estos médicos de Santiago!

El psiquiatra vuelve a sentarse ante su escritorio de fina madera tallada y una intensa perplejidad se refleja en sus ojos al ojear los apuntes de este nuevo caso mientras toca el timbre para que se prepare el cliente que sigue. Interesante, habrá que hacer exámenes físicos y encefalogramas, tests, consultas con los colegas... Interesante. Es la primera vez que interfiere en un caso como este. Un pequeño que estando acompañado por su madre sufre síntomas de angustia vital... Muy extraño; por lo general, es en la soledad que se agudiza la fobia. Niños que no quieren salir de su cuarto, que le temen al afuera, deseo inconsciente de volver al vientre materno, pánico a la realidad, rechazo a un mundo desconocido e inhóspito. Y el padre-abuelo, anticuado y quién sabe si sospechoso y resentido... Le gustan estos desafíos...

Ahora era el niño el que estaba allí, frente al Dr. Jonnson. Es un hermoso niño, no cabe duda, aunque seguramente el padre debió tener algo de mulato. La oscura carita congestionada, por la que aún brillan las lágrimas, se calma de pronto apenas la secretaria cierra la puerta tras su compungida madre. Igual que en las consultas anteriores, que en las salas de espera de los colegas, en cuartos de exámenes y reuniones clínicas, en pasillos y entradas de hospitales y psiquiátricos, los que en estos últimos meses ha tenido que enfrentar con él. Las escenas de gritos, forcejeos e histeria han sido su diario martirio. Es bien poco lo que sus colegas logran dilucidar, llegando a resultados confusos y aún más desconcertantes exámenes y encefalogramas, tests, en los que se ha llegado, sí, a una concreta y unánime conclusión: su coeficiente intelectual no es el de un niño de tres años y medio, corresponde a seis o más de gran inteligencia y capacidad; ninguna anomalía, ni física, ni psíquica, a pesar de esa temperatura corporal diez grados más alta que la usual en un niño sano. Los diferentes tratamientos y drogas no han dado mayores luces. La fobia del niño continúa y tal vez con más intensidad que antes.

El pequeño paciente contesta a las preguntas del doctor con su vocecita precisa, desafiante y dulce: “Sí, doctor; no, doctor; no sé, doctor...”, como lo harían casi todos los niños del mundo. Grandes, ingenuos, maravillosos, los ojos miran al Dr. Jonnson por entre sus largas y doradas pestañas, desde sus pupilas doradas que rasgan aquel rostro infantil de piel tersa y tostada...

Atrás quedó el rutinario escándalo de su entrada, de sus rabietas, de su angustioso llanto y esa extraña asfixia al cruzar los umbrales. Allí sentado con las piernas colgando, balancea unos piececitos calzados con blancas sandalias que contrastan con el sepia claro de su piel, y que no alcanzan al suelo. Su semblante es tranquilo, sonriente, interesado.

—Doc... ¡No quiero que la mamá entre!

—Tú sabes que aquí estamos los dos solos, Julio, que nadie nos molesta. Somos amigos ¿verdad?

—Sí, doctor.

El psiquiatra se ha recostado en su cómodo sillón de escritorio y jugueteando con un lápiz rojo, mira intensa y pensativamente al pequeño problema que a su vez lo mira. ¿Y ahora qué?, piensa, mientras una sonrisa profesional aflora en su rostro perfectamente afeitado y serio. ¿Y ahora qué diablos hago con este monstruito...? Mientras repasa la hoja clínica, un relámpago absurdo y fugaz enciende de pronto su desconcertado lucubrar. ¿Y por qué no? La madre le ha contado que lo único que le gusta es jugar a las escondidas; es más, es lo único a lo que juega con los primos... Total, ya se ha probado todo...

Inclinándose hacia delante junta las manos y con una de sus voces más seductoras encara al pequeño para preguntarle como al descuido, con un dejo de incontenible ansiedad.

—Julito, ¿te gustaría jugar conmigo como lo haces cuando estás solo? Tú sabes que nunca le digo a tu mamá nada de lo que hacemos los dos aquí. Porque los amigos no cuentan los secretos. ¿Qué te parece si entre nosotros hacemos un secreto bien grande?

—¿Secreto? No me gustan los secretos... ¿A qué jugamos?

—Juguemos a las escondidas, ¿ya?

—¡Ya!

—Yo me escondo primero y tú te tapas los ojos; cuando esté listo, golpeo tres veces y tú me buscas. El cuarto es grande, pero para que haya más lugar abriremos el baño y la puerta de mi salita de descanso. No tengas miedo, nadie te va a obligar a algo que no quieras. Ponte contra la pared y tápate los ojos. ¿Listo? ¡Ya!

Excitado, febril, el niño se tira abajo de la silla gritando:

—Noo, nooo, yo me escondo primero. Tú te tapas los ojos.

—Como quieras.

Julito corre por la habitación, el psiquiatra se acerca a la pared y dándole la espalda, hace como si se tapara los ojos mientras por entre los dedos lo observa ansioso a través del espejo del baño, que refleja casi todo el cuarto por la puerta entreabierta. El pequeño sigue corriendo en la punta de los pies sobre la alfombra; corre alrededor del gran escritorio despacito, gira por entre el sillón y el diván de cuero, pasa entre el estante de los libros y el canasto de papeles sin tocarlo, se mete de nuevo tras el escritorio para detenerse con una sofocada risita ante la ventana entornada de la pequeña sala, duda unos segundos y tomando la perilla de vidrio con las dos manos, suave, muy suave, la cierra... Da vuelta la cabeza para ver si el doctor no hace trampas y extendiendo los brazos como si fuera a volar, con alegres y susurrantes gorjeos, se apoya en la madera, sin ruido, sin esfuerzo, jugando, hasta traspasarla con todo su cuerpo, ante los ojos alucinados del Dr. Jonnson, que ya de frente camina con las manos extendidas, heladas, para calentarlas en el rayo de sol que brilla en aquel cuarto cerrado, en el lugar exacto en que el niño acaba de desaparecer...

 

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