# 3
Tal vez los cambios en la vida suceden sin mayor dramatismo: ocurren, sin más, dejándonos como meros testigos de algo que solo luego, pasado el tiempo, saldrá o no de la sombra. “Solsticio”, relato casi generacional, se remite a la infancia para echar luz sobre uno de esos momentos, uno que, como el paso de una estación a otra, cambia de manera definitiva la temperatura del cuerpo y sus climas.
Love
I said real love, it’s like feeling no fear
when you’re standing in the face of danger
‘cause you just want it so much.
“Cherry”, Lana Del Rey
Mis papás trabajaban a la tarde y yo iba al colegio a la mañana, así que decidieron que Sol me cuidara. Ella me caía bien. Me preparaba papas fritas con milanesas cuando llegaba del cole y a veces, muy pocas veces, mechaba con algún puré o una verdura porque mamá estaba preocupada por mi consumo de porquerías. Llegaba con la revista Seventeen bajo el brazo y prendía MTV con el volumen bien alto. Tarareábamos Britney Spears y discutíamos mientras señalábamos cuál era el chico más lindo de esas páginas adolescentes. Chicos con abdómenes de tablas de chocolate, como decía ella. Justin Timberlake, decía yo, pero ella me daba un codazo y decía que me avive, que el más sexy era Brad Pitt. ¿Qué significa sexy?, le dije una vez. Viene de sexo, contestó. Le pregunté qué era el sexo. Se rescató y cambió de tema, fue la primera vez que la vi nerviosa. Era copada pero no quería perder su laburo. Ese día conocí el nombre de nuestro único silencio, esa palabra marcaba la frontera. No me animé a repreguntar. Sol era el cordón umbilical que me nutría con el néctar informativo de aquella épica atrevida de las chicas de diecisiete. Yo, como bebé demandante, siempre pedía más.
Teníamos un espejo grande en el baño, Sol se miraba constantemente porque se había convencida de que su rostro necesitaba un retoque cada hora. Sacaba el rímel de su bolsito rosa y se ponía una décima capa en sus pestañas que ya parecían patitas de araña pollito. Su boca llena de gloss me recordaba a Angelina Jolie, solo bastaba un viento leve para que algunos mechones de su pelo castaño se le peguen como si tuviese plasticola. Lo más importante es la boca, cuando sea grande me la voy a hacer, dijo haciéndole ojitos y boquita al espejo mientras se acicalaba. Yo me levanté la remera para que vea mi llanura y le hice una mueca. Todo esto está sobrevalorado, dijo mientras se acomodaba sus tetas redondas de modelo Victoria's Secret. Vos porque tenés, le contesté. Ya vas a pegar el estirón, dijo y me apretó el cachete. Me reí y le pegué en el culo. Yo también me miraba, pero sola. Tenía once años y parecía de siete. Mis tetitas hacían fuerza para no desarrollarse, aguantaban el paso del tiempo y a pesar de mis sesiones de observación pura frente al espejo, no había caso, no querían crecer. Estaban empecinadas en mantenerme chiquita, diminuta, como los muñequitos del chocolate Jack que salía corriendo a comprar en los recreos del colegio.
Un mediodía de mi menú favorito y cantidades industriales de salsa golf, Sol me acercó otro plato extra de papas fritas. Sonreí a pura encía, pero noté que había algo raro. Sol no pelaba tantas papas por amor al arte. ¿Qué querés?, pregunté. Mirá esto, dijo mientras se bajaba el cuello de su polera. Sellos violáceos desparramados por su cuello de hoja en blanco que se anudaban en constelaciones rojizas. Le pregunté qué le habían hecho y dijo que eran chupones, algo que los chicos hacían para marcar territorio. No le dolía. Pasé mis dedos por su cuello de dálmata y tuve un escalofrío. Tranqui, me lo hizo mi novio, me dijo. Como si la nueva noticia no ameritara ninguna repercusión, sacó una bolsa de palitos de la selva, mis caramelos favoritos, y me dijo que él iba a venir un rato a saludarnos, que haga buena letra y no joda. No fue difícil que acceda, a esa edad yo ya había subido al tren de las caries y los dulces eran mi leitmotiv para hacer cualquier cosa que me dijeran los grandes.
El pibe no me saludó, Sol lo hizo entrar rápido para que no llame la atención y ninguna vecina chusma se entere. Escuché que le dijo que estaban en la casa de la nena que cuidaba y me dio bronca, pero solo pude revolear los ojos y llenarme la boca de caramelos y chocolatada fría con grumos enormes de cacao. Prendí la tele. Era la hora de la merienda y mi plan perfecto era el mundo de Cris Morena.
La puerta vaivén de la cocina estaba cerrada, pero igual escuchaba el cuchicheo errante que se escabullía picarón por todos los ambientes. Había un resquicio tímido y provocador que me seducía para que abra un poco más. Me acerqué en puntitas de pie, fantaseando no hacer ruido. Abrí un poquito la puerta con la delicadeza que jamás había tenido. Apoyé mi frente y planté mi ojo. De fondo se escuchaba la apertura de Chiquititas, pero yo ya era fanática de otra historia. La pollera de jean descansaba arriba de sus pies vestidos de zapatillas rosas, su bombacha negra de corazones rojos a la altura de los tobillos. Los dedos gruesos de hombre lobo de su novio entraban y salían de su chucha y yo no sabía qué hacer. Pensé que estaba re loca por dejarse hacer eso, pero parecía que la estaba pasando bien. Sonidos sublimes suaves que se parecían a un lloriqueo salían de sus labios de gloss, pero sonreía y se entregaba a lo que sea que estuviese pasando. Su chucha parecía gajos de mandarina, pegados y húmedos, que deseaban separarse gracias a esos dedos brutos. Toda esa escena pertenecía al orden de lo sobrenatural y lo prohibido para mí, aquello a lo que solo podía acceder abriendo una ventanita en la cueva de mis manos cuando mis papás decían que me tape los ojos durante las pelis para grandes que veíamos en el VHS. Lo que nunca me había atrevido a espiar, Sol ahora lo exhibía en mi living.
Volví a la cocina después de conocer el pudor, perseguida por el miedo a que me vean. En la tele las nenas se estaban peleando por quién jugaba con la muñeca más linda y pensé que eran re tontas. Me quedé pensando en por qué hacían eso. Cómo era que esos dedos de salchicha entraban sin problema. Cómo no le dolía. Cómo todo eso tenía algún sentido para Sol. Escuché el sonido de la puerta de calle y fui al living. Dos papeles de chicle en la mesita ratona, uno verde y otro rosa. Desde la ventana vi que Sol y su novio se besaban, jugueteando sobre las vainillitas de la vereda. Se pasaban los chicles y se reían de ese intercambio de saliva. En sus bocas cavernarias se mezclaban la menta y la frutilla, una combinación íntima y pegajosa que yo aún no podía descifrar.
Federica Lucía Ruberto (Buenos Aires, 1998) estudia Lengua y Literatura y trabaja como docente. Sus cuentos han sido publicados en revistas como Carcaj, Purgante, Origami y Extrañas Noches. También publicó un ensayo sobre fisicoculturismo y feminismo en la revista norteamericana Curated By Girls. Actualmente cursa un taller de escritura anual en la Escuela de Escritura de Santiago Llach gracias a la Beca Formación del Fondo Nacional de las Artes de Argentina. Está en el proceso de escribir un libro, una antología sobre dinámicas familiares, adolescencia y mujeres en la cultura. Tiene una gata gris llamada Sofía que trata como a su hija.