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Atisbos de literatura iberoamericana

Miel para la boca del asno

por Alberto Pellegatta

nilton santiago (Lima, 1979). Reside en Barcelona. Entre otros, ha publicado El equipaje del ángel (Visor 2014), Las musas se han ido de copas (Visor 2015), Historia universal del etcétera (Valparaíso 2019) y Miel para la boca del asno (Visor 2023). Por ellos ha obtenido, respectivamente, el Premio Tiflos de Poesía, el Premio Casa de América, el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro y el Premio de Poesía Emilio Alarcos del Principado de Asturias.

En su nuevo libro, «Miel para la boca del asno», Nilton Santiago estrena una renovada modulación, más pausada y compleja. Su poesía continúa siendo giocosa y litoral –nace donde el mar «florece»–, pero esta vez muerde como el asno del título cervantino («el que ve gigantes en los ventiladores… el que se ducha con un paraguas»). El autor ha llegado a una métrica cubista, ideal para su visión nocturna, hecha de estrofas, versos breves y prosímetros. Por otro lado, la dosificación del silencio ofrece un nuevo sentido a las palabras («el perro ladra metáforas») y podemos decir que se corresponde a la luz en la pintura («a ellas las hace ver, a nosotros nos ciega»). En este libro, las palabras aparecen como las «costuras del silencio».

El poema habla sin el poeta, sorteando la metaliteratura: «el poema sobrevive el golpe del lenguaje / para decir / al no decir nada». Habla a través de los personajes, de los antepasados, en un juego de espejos continuo: «Se heredan, como la miopía o el daltonismo, / como ese hígado graso donde naufragan los peces… Ese fue el primer contacto con la sangre. / No me refiero a la sangre salada que lames / la primera vez que te cortas. No. // Me refiero a la que ves discurrir y propagarse, / como un incendio forestal o las macrogranjas». Habla una naturaleza desquiciada («un grupo de árboles / que ha caído de rodillas sobre el lago»), pero cómplice: «el animal / es el otro que me habita». El poema enseña a «las hienas a dar los buenos días». El yo se esconde, vuelve a la dimensión de Montale, se hace sepia, «que, para ver, vive expulsando tinta»; la escritura «lágrima descosida… una enorme caja de donde brotan peces dando brincos». El poeta, confiado en el lenguaje, también es un notario de deliciosas impuridades: «Los restos de pescado empiezan a descomponerse en la bolsa. / Los vecinos lo sabemos, / como sabemos cómo huele la ausencia / (o la comida precocinada del supermercado)». La visión no siempre es nítida, pero en la ambigüedad adquiere fuerza: «Tu ojo bueno, como un ángel invalido, / tiene una sola ala y se cierra para ver. / El otro, el izquierdo, ve como una medusa bajo la lluvia».

Con un refinado sentido fílmico («que ensuciaba la ropa blanca / como si estuviera colgando / con las mismas pinzas oxidadas // de mí»), Nilton Santiago nos conduce por su geografía ravalera - «su barrio, pobre y sordo como su marido». La Barcelona de estas páginas se sobrepone a lugares con una memoria tropical: «Quizá por ello mi corazón es un país que migra». Entre un catálogo de poetas suicidas (con la «bala que mató a Maiakovski» que «aún da vueltas a la Tierra») y de emociones («tengo ganas de clavarle una estrella en el corazón»), en las penumbras de este laberinto espera la muerte que, «como toda cicatriz, es un accidente, / es como tropezar con una lágrima de Adán». La muerte se ajusta a la poesía cuando esta escarba, que es «como querer llenar un vacío con más vacío». La humanidad se resume en un «abismo de cartílagos», porque «todos llegan a tiempo al no llegar».

Ciertamente la muerte ayuda a hacer soportable la vida, como se pone de manifiesto en el poema Caja negra: «Qué habría sido mi vida / si hubiera sido mía y no una avioneta estrellada / en la memoria de mi abuelo». Porque quizá, para algunos, llegar sea –por fin– ser nada.

Poemas de Miel para la boca del asno, de Nilton Santiago.

Persecución y pesca de anchoveta con redes de cerco



«Según Heráclito, las almas huelen lo invisible» 
te dice el patrón,
antes de mandarte a limpiar las redes.

Juegas a que tus manos son picos de pelícano
y quitas –uno a uno– los pequeños peces que lloran 
y fulguran desde tu interior.

También tú eres un cardumen solitario que huye,
aunque ni los marineros más viejos
ni el cachalote que mendiga en la proa del barco
son capaces de oler o ver tu luz. 

No eres más que otro niño pobre que se gana el pan.

Mientras limpias la red, 
recuerdas las palabras de tu madre: 
«El alma disuelta de las anchovetas 
yace en las bodegas de los barcos, m’hijito». 

La red está lista: recoges tus alas y avisas al patrón,
que ordena lanzarla al mar que florece. 

Al alba, la recogen como el pañuelo de Andrómeda, 
pero ella, que ve a través de tu madre, no te ve: 
tu pie de pelícano se ha enredado 
y caes despedido 
                             al agua. 

Tu luz ilumina los esqueletos de las ballenas 
en el fondo del mar. 
Uno de los peces que llora te mira, 
ya disuelto, desde mi interior. 

Crees que así es la muerte 
hasta que te arrojan una cuerda que te golpea. 

Te giras a cogerla y lo miras a los ojos,
las fauces del animal se abren tanto 
que podría morder el sol: 
un enorme lobo de mar tragándose los peces 
que caen de la red. 

Te sacaron del agua hecho un amasijo de nervios 
y apenas podías hablar.

Tu alma vagó durante años en la bodega del barco, 
buscándote como un sabueso 

hasta que un día abriste los ojos 
                           y te hiciste mi padre.



La muerte de uno de nuestros yos no será televisada



Los obreros rompen la calle, 
como ese poema en el que Eielson   
rompe una imagen de sí mismo. 

Entre los escombros reverberan nuestras huellas,
¿o son anémonas que arden?

Los obreros abren brechas, como Lacan. 
Lo traigo aquí porque todos lo citan,
incluso sé que los obreros piensan en él 
al taladrar el suelo.

«Usted podrá saber lo que quiso decir con el poema, 
pero nunca lo que el otro entiende de ese poema»
diría ahora mismo Lacan 
si estuviera martillando adoquines. 

Me asomo por la ventana y veo que ya no hay calle, 
o lo que yo entendía por ese discurrir hacia casa
(en cualquier estado de la materia). 

Abajo, desde la inexistencia, el repartidor de Amazon
no deja de tocar el interfono. 
Parece confundido, 
como una metáfora sobre el vuelo de los avestruces.

Le contesto, pero no me quiere oír: 
lo simbólico de las palabras huye de lo real de las palabras.
Aunque le oigo decir tu nombre.

No sé si responderle o graznar. 
Le cuelgo el interfono. 
Dejará lo que has pedido en el ascensor,
donde no subimos hace semanas,
ni nosotros, ni lo que hemos dejado de ser.

Salgo a recoger el paquete, como una lágrima descosida. 

Cuando el ascensor se abre, veo, sorprendido, 
una enorme caja de donde brotan peces dando brincos. 
(Insistes en comprar aletas y escafandras 
siendo un animal del aire). 

Salgo otra vez por la ventana 
para decirle que ya tengo el paquete, pero 
veo que soy yo el que espera abajo. 

Lacan diría que el que reparte es el repartido
o que la vida llega y se va en ascensores averiados. 

Desde abajo, la calle luce como siempre. Intacta. 

Sólo se ven huellas que arden, como anémonas.



El corazón de tía rosa se desvanece cuando llueve



Tía Rosa cayó por las escaleras que me habitan. 
Esas que se han ido acumulando por años, 
como las hojas secas dentro de las alcantarillas. 

Aunque se dice que el corazón de Tía Rosa 
dejó de latir muchos años antes.

Cuando era niña, se le enredó un pulpo enorme 
en su soledad. 
Alguna vez yo lo vi. 

Fue una mañana lluviosa, 
mientras ella limpiaba los cristales rotos de su infancia. 
El pulpo salió a beber 
y ella pudo sumergirse en su lágrima. 

Volvió a nosotros empapada y nadie entendía el porqué. 

Su miocardio, asustado, 
se refugió en el mismo latido
que todos compartíamos. 

Un día, bajando de tender la ropa, 
tropezó con una de las patas del pulpo 
y cayó por las escaleras. 

En realidad, todos caímos con ella.
(«Caer» en su novena acepción: 
«Dejar de ser, desaparecer. Caer un imperio, un ministerio»).

Cuatro días después, el pulpo la dejó ir. 

A ella, pero no a nosotros, 
que nos ofrecimos como morada 
para evitar hablar del accidente. 

Desde entonces sé 
                                que también yo caeré
con un pulpo enredado en mí.



Inventario de pájaros rotos



Akutagawa se suicidó con una sobredosis de barbital, 
aunque el ruiseñor que aleteaba bajo sus párpados 
aún vive.

A Nerval se le veía pasear a una langosta 
con una cinta azul. 
Su cuerpo fue encontrado colgado de una farola.

José A. Silva se disparó una rosa de azufre
tras desayunar unas sardinas con crema de afeitar.

Antes del fusilamiento de su marido y al ver a su hija
llorando flores en un campo de concentración,
Tsvietáieva se ahorcó con una orquídea.

La bala que mató a Maiakovski aún le da vueltas a la tierra.

Sylvia Plath metió la cabeza en el microondas 
para sacarla debajo del agua.

De Anne Sexton no quedan ni sus huesos: 
si alguien abre su tumba
verá que está llena de pompas de jabón.

Celan se arrojó al Sena tras descubrir que era un poeta 
y no una salamandra melancólica.

Watanabe fue enterrado con todo y alma 
bajo un algarrobo. 
                              No se suicidó, 
pero el caimán asustado que dormía a su lado
                                          hoy duerme conmigo.

Ahora entiendo por qué Dios 
ha desmentido estar en todas partes.



Alberto Pellegatta. (Milán, 1978). Es crítico, traductor, editor y poeta. Hizo estudios de Letras y Filosofía en las universidades de Milán y Barcelona. Ha publicado las colecciones de poesía Matinata larga (2001), L’ombra della salute (2011) y Ipot!i di felicità (2017). Ha obtenido los premios Bienal Cetona, Nacional de Meda y Amigos de Milán, entre otros. Ejerce la crítica en periódicos y revistas de su país, y ha colaborado en volúmenes como L’artista, il poeta (Skira, 2010) y Velocità della visione (Mondadori, 2017). Ha trabajado como editor y en la actualidad dirige Taut Editori.

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