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Como abrir un libro y encontrar un océano cuya superficie te espejea, leer la poesía de Helena Gamos es adentrarse en un mundo de proyecciones que se superponen. Se trata de escrituras sobre escrituras que las anteceden: la alucinada actualización de un manual de anatomía del siglo XVI (con algunas de las mejores xilografías jamás hechas), o la rememoración de una libreta de infancia con un catálogo de cosas imposibles y criaturas fantásticas. Lo real y lo imaginario se solapan en el poema, campo abierto a la especulación lírica, y el lector queda a la deriva de una escritura siempre grácil, inventiva, deslumbrante.
Soy el segundo metatarsiano del pie izquierdo
de un cadáver diseccionado
por un joven filósofo.
Bajo la ventana crecen flores rojas.
Una mesa. La libreta de tapas duras abierta por la mitad,
llena de anotaciones y un dibujo sobre mí. Como si mirarse de frente
a un espejo, la crudeza.
Ojalá yo fuese el estudio de la anatomía
y me dedicasen un capítulo en un libro llamado:
Las imágenes del cuerpo en la Edad Moderna.
A partir de hoy seré para todos
El gran teatro anatómico. Vendrán a vernos.
Le veía pasear a menudo por el barrio de los carniceros,
los alumnos le paraban, querían hablar
del nuevo método.
Cortaron flores tan solo para adornar el altar de la capilla.
Soy la santa rezando carcomida de termitas.
Soy la misma carne, la misma pobreza
que llenó tus bancos de madera
en forma de beatitud y corderos.
(También susceptibles de ser diseccionados).
A dos calles del barrio de los carniceros
cortaron flores y las pusieron con agua en jarrones de plata.
Allí, al cuerpo lo creían, como al jarrón y a la santa,
un recipiente de poderes mágicos.
Mi primer inventario lo elaboré a la edad de nueve años. Una lista que agrupaba los grandes acontecimientos de mi vida. No estaba escrito en una firme libreta de tapas duras, era más bien un inventario mental ordenado y claro en el que cada cosa estaba separada de las otras por comas mentales. Un conjunto de evocaciones que recojo a continuación:
había estudiado el funcionamiento del sistema digestivo de las palomas y su anatomía, conocí la muerte de primera mano la trágica tarde en que murió el perro, había recibido hasta los seis años el mismo trato que recibe una divinidad a la que se congratula con palabras cariñosas, abrazos y suculentas meriendas al llegar a casa después del colegio, me había visto cara a cara con el más preciado azar el verano de los siete años cuando encontré una cartera llena de billetes entre las dunas, sabía escupir con fuerza y regar árboles poniendo el pulgar en la boca de la manguera dirigiendo a mi antojo y con valentía la dirección del agua a presión, había asistido a fiestas y restaurantes y ardía en deseos por volver, maté a un pobre topo, dos de mis playmobil favoritos se acababan de enamorar: el vendedor de perritos calientes y la buceadora, me había emborrachado con té en innumerables ocasiones, podía hablar con dios y rezarle directamente a él y morirme de culpa cuando me castigaba.
Después de aquella lista tan personal mi mundo se derrumbó y sentí el miedo de las ruinas, había vivido tanto y, más aún, aquella clasificación evidenciaba una infinidad de sentimientos, ¿era demasiado vieja para seguir viviendo? Había sido un dios, una asesina despiadada y la mayor hedonista del universo. Pensar en los doce años me producía dolor de costillas, ¿qué iba a hacer con todos los recuerdos acumulados?
Demasiado aturdida para relacionar mi inventario con la sedimentación de los años y la memoria, me lancé a listas más despreocupadas. Por aquellos años tomaron protagonismo la lista de Pegatinas y postales y la de Animales albinos, luminiscentes y aquellos que tienen trompeta. En esta última figuraban, entre otros, el cocodrilo blanco, el pez linterna, la tortuga de concha blanda y nariz de trompa y la luciérnaga. Llama la atención cómo esta enumeración bien podría haber sido justamente llamada Inventario metafísico de las cosas con luz. A menudo los filósofos se llevan las manos a la cabeza cuando en una clasificación dios aparece separado de las otras cosas solo por comas y, sin embargo, habría tenido una cabida espectacular aquí. Pero estas elucubraciones son de juventud y por aquel entonces preferí, a la vista de los acontecimientos, no incluir a dios y dejarle en los misales de mi abuela.
Helena Gamos (Madrid - España, 1992). Es escultora, ilustradora y escritora de cuentos. Creció en Galicia. Es graduada en Filosofía por la UCM y Técnico Superior de Artes Plásticas y Diseño en Técnicas Escultóricas por la Escuela de Arte La Palma. En 2020 publicó O vixía dos mil faros, un libro ilustrado para niños. Algunos de sus cuentos pueden escucharse en la Radio de la Casa Encendida. Trabaja en el mundo de la escultura y vive desde el 2016 entre Italia y España