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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

MARCO SANZ

Del discurso antropocénico
a los trenes del apocalipsis

Hoy podemos hacer del planeta un lugar inhóspito y estamos en el camino correcto para lograrlo. Entre las especies vivas, las hay que aprenden por ensayo y error, y luego están las que nunca escarmientan: parece que a esa categoría pertenecemos nosotros. Quién iba a decir que por culpa de la aversión humana a aceptar los errores ahora vivimos bajo las dentelladas de una emergencia climática. Y aunque la relación pueda parecer caprichosa, resulta que es un nervio de la literatura universal.

1. Las (des)ilusiones de la postmodernidad

Desde el antiguo Apocalipsis de Juan hasta El año del diluvio de Margaret Atwood, pasando por Un minuto humano de Stanisław Lem, la exploración narrativa del exterminio humano a manos de fuerzas justicieras ha sido un recurso relativamente eficaz para sancionar nuestra irresponsabilidad cósmica, no menos que una forma de llamar a la cordura. El hombre es esa extraña criatura a la que hace falta contarle una buena historia para convencerlo de que es de sabios cambiar de opinión. No otra cosa perseguían los grandes relatos —en los que de cierto modo encaja el género apocalíptico. Con todo, como el lector muy probablemente lo sepa, por numerosas causas que quizás no vale la pena repetir aquí, hace tiempo ya que la incredulidad hacia los metarrelatos es un rasgo del que la mente occidental se jacta con orgullo. Para muchos, fue hasta entonces que Occidente alcanzó la mayoría de edad, pues constituía una prueba de que el principio que más obsesionó al espíritu de la Ilustración se había consumado; es sólo que hubo que esperar más de lo previsto, ya que la meta no se consiguió en la época de Voltaire y Diderot, tal y como se lee en manuales aún vigentes, sino que el influjo real de este movimiento secularizador, que echó por tierra la espontánea adherencia a formatos narrativos de gran calado, sólo parece generalizarse a partir de la segunda mitad del siglo xx. En cualquier caso, es evidente que tras un arduo proceso de madurez intelectual —decían—, en el que la experiencia de dos guerras mundiales quizás fue definitoria, la civilización a la que pertenecemos se deshizo finalmente del lastre de la religión y, sobre todo, de toda comprensión providencial de la historia. Así, en lo que vino después no parecía haber nada que nos convenciera de que era preciso modificar en bloque nuestros hábitos; ¿para qué —insistían— si ya habíamos aprendido, si por fin arribamos a una etapa en la que, adueñados de nuestro destino, supimos cómo evitar repetir los errores del pasado? Y así transcurrieron varias décadas, en las que se nos veía jugando al adulto que goza de una vida con responsable independencia. Hasta ahora. Hasta ahora que saltan por doquier las señales de alarma: el planeta, tal y como lo conocemos, se acerca a un punto de no retorno.

Con lo que venimos a sospechar que si en ningún momento quisimos saber realmente cuán equivocados estábamos, ello se debió a que, como años atrás lo predijo Bruno Latour, nunca hemos sido modernos, y el hecho de que las consecuencias de nuestros actos estén reflejándose en un ámbito sobre el cual el ser humano ejerce escaso control, me parece que está provocando algunos fenómenos interesantes y que refuerzan la tesis del antropólogo francés.

De entrada, señala la magnitud del error de proclamar «el fin de la Historia» y de vivir como si en verdad hubiese ocurrido, pues si el multicitado lema de Francis Fukuyama descansaba en la idea según la cual, tras finalizar la Guerra Fría, sólo el liberalismo democrático y el libre mercado se mostraban capaces de cubrir las necesidades sociales sin que corrieran ríos de sangre, lo cierto es que de 1989 a la fecha quizás no quepa responsabilizar a nadie más que al capitalismo neoliberal de acelerar un proceso que, de otra manera, tal vez no se habría manifestado tan temprana ni tan dramáticamente. Mientras que, por otra parte, la forma en que está siendo encauzada toda la información relativa al cambio climático me hace pensar en que muchos de nuestros actuales vicios espirituales son tan prehistóricos como nuestro temor a la oscuridad o al desamparo. Estas líneas también vertebran mi ensayo, cuyo punto de partida —lo aclaro aquí— es que toda esta historia acerca de cómo la acción humana ha venido influyendo en las fluctuaciones climáticas no es sino eso: una historia, o bien, el principio de una trama que promete convertirse en un hito inolvidable. Con lo cual no pretendo restarle gravedad al problema. Pero si esto es así, quiero decir, si es cierto que estamos redactando las páginas iniciales de un relato prometedor, la pregunta que entonces me surge es: ¿cómo se articula nuestra arcaica proclividad hacia los relatos apocalípticos con esa toma de conciencia, más o menos generalizada, sobre los estragos ecológicos del capitalismo desregulado?

2. Antropoceno o: El fin de la época que puso fin a los grandes relatos

Si bien sería muy difícil dar pistas inequívocas de semejante obra narrativa, sobre todo porque somos parte importante del elenco y nos hallamos sumidos en la trama, tenemos la suerte de que algunos expertos han tomado distancia para tratar de ver objetivamente el problema. Corría el año 2000 cuando el químico atmosférico Paul Crutzen, en medio de una conferencia, oyó a alguien comentar algo acerca del Holoceno y pensó que el término ya no le hacía justicia a los tiempos tomando en cuenta lo mucho que las cosas habían cambiado a causa nuestra, por lo que propuso «en el ardor de ese momento» el término «Antropoceno» —tal vez en impulsiva alusión a un concepto similar que el geólogo Antonio Stoppani (1824-1891) ideó en el último tercio del siglo xix— para ponderar la influencia humana en el registro estratigráfico y, en consecuencia, en la autorregulación planetaria.

Antropoceno es, entonces, una palabra que debe figurar en el título de la obra que estábamos imaginándonos, ya que, por un lado —y como trataré de hacer ver más adelante—, señala el final de la época que puso fin a los grandes relatos, mientras que, por otro, describe al dedillo el móvil de la acción: nos hemos equivocado, y si no recapacitamos pronto, es probable que ni siquiera tengamos en el futuro la oportunidad de expiar nuestras culpas. ¿Suena familiar? ¿Acaso no son estas características fundamentales del género apocalíptico? Y un poco al margen de los datos duros que la geología pueda aportar, ¿no encierra el Antropoceno un llamado a la cordura por cuanto cifra en el error la posibilidad de fundar una ética alternativa a la de la hecatombe? Creo que fue Peter Sloterdijk quien inauguró esta línea de reflexión: «Dado que historias de gran efecto solo pueden organizarse comenzando por su final, el punto de vista antropocénico de la narración es idéntico a una opción moral fuerte. En las culturas narrativas de Occidente esta posición se reservó hasta ahora exclusivamente para la literatura apocalíptica».[1] Es por cierto Sloterdijk quien también refiere los pormenores de cómo el término Antropoceno traspasó las imponentes murallas de los laboratorios y academias hasta penetrar el voluble mundo de la cultura popular: de la era del hombre se habla, pues, en los medios, en las redes sociales y aun en los museos, haciendo notable carrera en áreas como las ciencias sociales y las humanidades. De repente todo el mundo tiene algo que decir, todos quieren dar su opinión acerca de lo mal que lo hemos hecho, y es así que las discusiones obligan a elegir un bando: desde los defensores a ultranza de "los derechos de la Tierra" hasta los así denominados climatoescépticos —tan recalcitrantes como suelen serlo los primeros—, pasando por los que dejándose llevar por la corriente modifican hábitos sin hacer aspavientos, de pronto, movida por la ubicuidad del problema, mucha personas 'sienten' la necesidad de expresarse. Por momentos, los atisbos de desesperación son irreprimibles y la ansiedad hace estragos en los más quejumbrosos. Tal vez la asociación resulte desafortunada, pero el escenario me recuerda un poco a ciertos pasajes de la película Ágora (España, 2009), en los que Alejandro Amenábar recrea cómo el contagioso ascenso del cristianismo acabó sepultando la herencia grecolatina del Bajo Imperio Romano en la Alejandría del siglo 319 d. C. Aunque habría una diferencia fundamental: aquí ya no es una turba enardecida de cristianos naturales y conversos la agitadora del ambiente cultural y político, sino una masa de actores que, en un sentido análogo a la de los antiguos enemigos del paganismo, parecen obviar sus diferencias en defensa de una causa común: el fin de los tiempos se acerca, más vale estar preparados.

Lo alarmante quizás sería algo pasajero si no fuera porque, vista más de cerca, la cuestión parece reavivar ciertos temores e inclinaciones que alguna vez creímos superados. Por eso lleva razón Latour cuando sostiene que «lo que hace del Antropoceno un hito excelente, un "clavo de oro" claramente detectable tanto más allá de la frontera de la estratigrafía, es que el nombre de este período geohistórico puede convertirse en el concepto filosófico, religioso, antropológico y […] político más pertinente para comenzar a apartarse de una vez por todas de las nociones de "Moderno" y de "modernidad"».[2] ¿Un concepto para dejar atrás lo que tanto nos enorgullecía? Sí, y trataré de abundar en ello más adelante. Por ahora querría hacer una primera inferencia: después de todo, tal vez no estemos preparados aún para vivir sin asumirnos como parte de una gran historia. Porque si observamos cómo la noción de Antropoceno subió a escena volviéndose rápidamente en tema de discusión popular, me temo que ello en gran medida se debe a que en torno suyo se teje a día de hoy una compleja trama en cuyo argumento se dan cita los viejos temas del extermino y del carácter salvífico de la verdad, en referencia a los cuales las acciones humanas abandonan su acentuado cariz individualista para convertirse en tributarias de un orden superior.

Las cosas se disponen de tal suerte que nos vemos obligados a volver sobre nuestros pasos: justo cuando creíamos haber dejado el pasado en el desván, la intrusión del planeta como un nuevo personaje nos ha metido otra vez en una encrucijada de la que nos convencíamos haber salido: cuál es nuestro papel en el vasto foro de la Creación. Quizás nadie o muy pocos se lo esperaban, pero es bastante palmario ya que con el Antropoceno se enrarece el aire de la posmodernidad, sobre todo si —con Régis Debray— entendemos por tal una modernidad descreída de la razón absoluta, desencantada del progreso espiritual y engreída por sus propias obsesiones relativistas. Y es la razón, el progreso espiritual y el auxilio de un buen asidero lo que, por una parte, el discurso antropocénico reclama; en pocas palabras, como arriba citaba: una opción moral fuerte —que no una voluntariosa apelación a los buenos sentimientos del pueblo o de la gente—. Sloterdijk puso el dedo en una llaga que Bruno Latour ya había escoriado: nunca fuimos modernos.

Con todo, no queda claro aún si el Antropoceno —estrictamente como punto de vista narrativo— será capaz de movilizar acciones multitudinarias, proporcionales a la magnitud de la amenaza real que conlleva. Estoy consciente de que el asunto va más allá de un mero enfoque y apreciaciones literarias. Pero si analizamos otros aspectos desprendidos de lo anterior quizás podamos, tal vez no responder, aunque sí trazar lo que considero una arista muy interesante del problema.

3. Abattoir blues: cantiga para un futuro de nadie

En un pasaje de La carretera, la novela de Cormac McCarthy, los protagonistas —padre e hijo— se encuentran con las ruinas de un tren —si bien toda la obra transcurre sobre un paisaje de cenizas postnucleares como asfixiante telón de fondo—. Se trata de una locomotora con ocho vagones de pasajeros. Entre portaequipajes y valijas empolvadas yace el recuerdo de una época truncada por el desastre. Pero a pesar de que el panorama sea poco propicio, ¿quién, metido ya en la cabina de mando, podría aguantarse las ganas de jugar a ser el maquinista? El juego es una forma noble de resistirse a la tragedia, hasta que la realidad se impone y termina aplastando nuestras ensoñaciones. Algo así se refleja cuando el episodio se acerca a su fin: «Pasado un rato se quedaron sin más frente al parabrisas cubierto de cieno mirando hacia donde la vía torcía para perderse en la fosca. Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás». Me parece, pues, que estas líneas encierran un simbolismo relativo a nuestro tema, y no sólo por lo que respecta al contexto en el que arraiga la ficción —es demasiado obvio para querer resaltarlo—, sino porque implican algunos elementos cuyo análisis nos permitirá conectar con la segunda de nuestras líneas de reflexión. Si la cuestión finalmente se centra en la necesidad de volver a los grandes relatos —lo cual, insisto, constituye un mentís que echa abajo las ilusiones de la modernidad—, y convenimos que la inclinación hacia el género apocalíptico vuelve a ponerse de moda, me siento tentado de ver cifradas en la figura del tren las causas del problema.

Por supuesto no es ninguna revelación decir que a la Revolución industrial del siglo xviii se asocia el nombre de George Stephenson como el héroe de la ingeniería que consiguió plegar la máquina de vapor a un medio de locomoción para potenciar, en un principio, el trasporte de mercancías. Así, con el ferrocarril inició una época de prosperidad para ciertos países europeos que comenzaron a basar su desarrollo en el uso intensivo de combustibles fósiles. El tren se transformó rápidamente en el radiante símbolo del potencial humano para superar las limitaciones espaciotemporales del progreso. Eran los albores del capitalismo; la génesis de una obsesión por el desarrollo. Ahora bien, aunque tampoco representa novedad alguna señalar que nuestra huella ecológica incrementó brutalmente justo a raíz de estos acontecimientos, no parece que la acumulación de pruebas que así lo demuestran se esté articulando en el discurso antropocénico, y esto es lo preocupante. Lo que ocurre en absoluto sorprende: debido a que, por razones que no voy a comentar aquí, el hecho de que nuestro hábitat cambie hasta extremos caóticos es más fácil de aceptar que la idea de desmantelar el capitalismo, se ha optado por fomentar la creencia de que, como daba a entender hace un segundo, los cambios planetarios expresan, cuando mucho, el descontento de la Tierra, que hastiada de sus más estresantes inquilinos, ha decidido finalmente tomar cartas en el asunto. Una conclusión así, insisto, da cuenta de la persistencia del pensamiento mágico, de la debilidad del espíritu humano por los relatos fantásticos; aunque en realidad esto no es lo llamativo, sino el que ahí donde algunos se jactan de ver un anacronismo, el capitalismo ha visto otra suculenta oportunidad. Contrario a los personajes de McCarthy, es casi imposible que no veamos todos un mismo mundo fatigado y al borde del colapso, pero por desgracia nuestras discrepancias son enormes: mientras unos nos percatamos de que ha llegado el momento de bajarse del tren o de detenerlo, otros —manteniendo una ambigüedad frente a la realidad del problema— actúan como si incluso fuera desaconsejable frenar su marcha. Un sombrío y hechizado compromiso con nuestro actual estilo de vida nos tiene embotados, volviéndonos incapaces de pensar en alternativas que no sean igual de infernales como el destino que nos espera. De ahí que tampoco extrañe que para lucrar con la catástrofe se recurra al miedo: otra prueba de que el capitalismo es inmoral es que ha hecho del corazón una mercancía.

No es, por supuesto, la primera ni la última vez que el capitalismo utiliza el miedo como estratagema para evitar sucumbir ante nuevos retos. El riesgo de que todo se vaya al garete puede que sea real, pero —nos hacen suponer— de nada sirve desviar siquiera la ruta del tren; seamos valientes —nos "alientan"—: vale más un apocalipsis chic que uno sordo a los últimos gritos de la moda. Entre el ciberactivismo y toda esa parafernalia hípster dada al consumo de productos eco-friendly, se multiplican las pruebas de que al marketing de altos vuelos, en su despiadada ceguera, le trae sin cuidado que los costes medioambientales de ciertos productos sean enormes. Y esto lo prueba lo ocurrido recientemente con la pandemia de covid-19: no bien se propalaba cierto oportunismo entre sus detractores, el capitalismo ya había enseñado sus garras cual fiera amenazada, mientras que pequeños productores y empresarios más bien modestos eran sacrificados como intentando atenuar la furia del dios dinero. Por ello es preferible escuchar el sabio consejo de Isabelle Stengers: no se puede confiar en el capitalismo que se presenta hoy bajo la etiqueta de "verde" o como el "mejor amigo de la Tierra", pues hacerlo sería cometer el mismo error que la rana de la famosa fábula, que accedió a transportar un escorpión sobre su lomo para que cruzase un río. Si el arácnido le picara, ¿acaso no se ahogarían ambos? Sin embargo, le picó. Antes de morir la rana alcanza a musitar: «¿Por qué lo hiciste?», a lo que el escorpión, hundiéndose junto a su víctima, respondió: «No se me ocurrió hacer otra cosa; está en mi naturaleza». Y entonces Stengers remata: «Está en la naturaleza del capitalismo explotar las oportunidades, no puede hacer otra cosa».[3] En un sentido análogo, a mí me recuerda a una de las hazañas del embustero Barón de Münchhausen, que zambullido en una ciénaga consigue salir a flote tirándose él mismo de los pelos. Es absurdo —o algo todavía peor. Pienso que hay pocas cosas que puedan darnos mejor la medida exacta de la insensatez humana: si aun sabiendo cuáles son las raíces del problema no sólo nos resistimos a cambiar de mentalidad —y entender otra lógica que no sea la de sobajar y mecanizar la naturaleza—, sino que intentamos salir al paso aferrándonos a las soluciones de siempre, lo primero que algo así demuestra es que no basta con equivocarse: del error sólo aprende quien así lo desea, y quien no lo hace o es un estúpido o en verdad es un desalmado. Que el lector haga sus propias conjeturas; yo estoy cada vez más convencido de que la estupidez y la infamia vivirán en feliz matrimonio mientras no asumamos que el Antropoceno, como punto de vista narrativo, es una fuerza capaz de oponer resistencia a los impulsos ecocidas del capitalismo, pues significaría recrudecer nuestra irresponsabilidad no releer en esta historia una antigua y sabia moraleja: el mal sólo triunfa cuando, soliviantada por la tozudez, la inocencia degenera en cazurrería. En consecuencia, quien descalifique a uno de los bandos por considerarlo "catastrofista" no hace sino normalizar la maldad y la injusticia.

Vistas así las cosas, la tentación es enorme: ¿será acaso el gran relato que se teje en torno a la noción de Antropoceno un remake de la vieja lucha contra el capitalismo? Y es que, como observó Naomi Klein, «el cambio climático no es un "problema" o una "cuestión" que añadir a la lista de cosas de las que nos hemos de preocupar, en el mismo plano que la sanidad o los impuestos».[4] No; tal y como reza el título de su libro contundentemente: esto lo cambia todo. Por eso habría una diferencia inédita entre el nuevo y los guiones predecesores: hoy la disputa no se libra entre tirios y troyanos: no es, en rigor, la lucha por dirimir cuál modelo económico es el mejor y más justo, sino la de evitar que la humanidad en tanto que especie continúe jugándose el pellejo por culpa de la avaricia y reprobable terquedad de unos cuantos. De ahí la importancia de que no nos engañemos: el debate ideológico debería ocupar en realidad un segundo plano, o dejarse para después, ya que no hay enemigos en esta historia, ni siquiera la Tierra —en cuya indiferencia hacia los humanos habría que pensar si queremos superar el pensamiento mágico—; se trata más bien de señalar e impugnar la nula sustentabilidad del capitalismo que, en su más salvaje versión, nos pone en riesgo a todos indistintamente. Por eso creo que, si esta idea parece peligrosa a algunos, tonta a otros y alentadora sólo a aquellos que tienen la valentía y la imaginación para estar a su altura, entonces la intención de hacer del Antropoceno un punto de apoyo para un nuevo metarrelato no anda muy descarriada.

Meses atrás, deslizándome por la interminable cuesta de Facebook, me topé con la imagen de un grafiti atribuido a Banksy, y en el que se muestra a un conejillo sosteniendo una pancarta con el siguiente mensaje: The Earth isn't dying, it's being killed, and those who are killing it have names and addresses. Me pareció bastante sugerente porque me temo que los aludidos no somos nosotros, los ciudadanos de a pie, o al menos no directamente —también sería absurdo negar nuestra responsabilidad—; estoy casi convencido de que el autor se refiere a las grandes corporaciones, a esas élites a cuyas residencias, de espaldas a los vertederos del consumo, no llegan en tóxicas oleadas los desperdicios y la inmundicia, y que con tal de salvaguardar sus intereses son capaces de hacernos creer que el futuro depende de la voluntad del ciudadano. El cacareado granito de arena les ha caído de perlas. Basta con alzar un poco la mirada para ver el rotundo éxito que ha tenido: cuando sale el tema, nadie o muy pocos piensan en que las tasas de contaminación están íntimamente relacionadas con lo que algunos llaman «extractivismo» —mantra del aparato capitalista—, y en lugar de poner en duda el sistema, las conversaciones se enfrascan en el abuso de bolsas de plástico y en la incivilidad de quien arroja una lata por la ventanilla del coche. No niego el valor de las pequeñas acciones, pero los estudios son concluyentes: los verdaderos factores son supraindividuales, de modo que, si es posible aún revertir o, en el menos optimista de los casos, desacelerar el cambio climático, es necesario refutar la lógica fundamental del capitalismo desregulado.

4. Errare humanum est, sed perseverare diabolicum

No hay vuelta de hoja. Todo resulta, por cierto, muy abrumador. Leo en un diario que un grupo de científicos ha alertado de que los últimos incendios forestales en Australia son una clara señal de lo que le espera al planeta si la humanidad continúa negando su responsabilidad en el incremento de las temperaturas. Y leo después en mi cuaderno de notas una cita de Isabelle Stengers, quien sin embozo destacó que en este proceso nada es azaroso: la brutalidad con la que hoy se manifiesta el planeta —incendios, inundaciones, sequías y pandemias, pero también acidificación de los océanos, extinción de especies, etc.— corresponde a la brutalidad de lo que la provocó, o sea, «aquella de un ‘desarrollo' ciego a sus consecuencias, o más precisamente que no tiene en cuenta sus consecuencias sino desde el punto de vista de las nuevas fuentes de beneficio que puede acarrear».[5] Luego recuerdo a otra autora: Donna Haraway, cuyo provocador análisis se centra en desmentir el excepcionalismo humano que, empeñado en contar la historia de la «especie hombre» cual si fuera éste el antihéroe del Antropoceno, es «una repetición casi ridícula de la gran Aventura fálica, humanizadora y modernizadora, en la que el hombre, hecho a imagen de un dios desvanecido, adquiere superpoderes en su ascensión sagrado-secular, sólo para acabar en una trágica detumescencia, una vez más».[6] El reto es, entonces, conseguir que el Antropoceno no sirva de base a esas narrativas que sólo alimentan al capitalismo; si, por el contrario, insistimos en que se trata de la primera puntada de lo que podría considerarse la confección de un nuevo gran relato, las probabilidades de que incorpore ciertos registros revolucionarios serán mayores; y lo serían todavía más si, como hacen Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, provocativamente dijéramos que una cosa es saber que la Tierra y el Universo entero desaparecerán de aquí a millones de años, o que el irremediable destino de la especie humana es la extinción, y otra muy distinta «imaginar la situación que el conocimiento científico actual coloca en el plano de las posibilidades inminentes: la de que las próximas generaciones (las generaciones próximas) tengan que sobrevivir en un medio empobrecido y sórdido, un desierto ecológico y un infierno sociológico».[7]

Con todo, si bien son varias las personalidades que se han hecho oír en ese sentido, la denuncia ha sido particularmente ineficaz, pues como Haraway misma dice: «de lo contrario, el capitalismo hace mucho que se hubiera desvanecido de la faz de la tierra».[8] Por lo que a mí respecta, no querría finalizar este texto enumerando las tareas que tenemos por delante; creo que su punto es bastante claro. Además, soy una persona hasta cierto punto privilegiada: más allá de un ligero aumento de las temperaturas —insufrible a ratos, si cabe en verano—, me atrevería a asegurar que las consecuencias más graves de este trastorno ecológico no han alcanzado al lugar en que resido, por lo que escribo estas líneas casi como un mero ejercicio de reflexión —casi al margen, también podría decir, de la realidad del problema—. Aunque sé que es cuestión de tiempo: la expansión del coronavirus, lo comentaba al inicio, puede que sea una advertencia.

La compleja trama que se teje, pues, en torno al Antropoceno nos ha llevado a corroborar que —como quizás lo creyó Séneca y seguramente Cicerón antes de él— es de humanos errar, pero es diabólico perseverar en el error. En la medida en que las proporciones del riesgo son, en efecto, apocalípticas, lo lógico sería recapacitar, mas flaco favor hace el hecho de que, con la irrupción del planeta, se reactiven en nosotros ciertas propensiones primitivas que si bien vapulean por enésima vez nuestro narcisismo recordándonos que en realidad siempre hemos sido anacrónicos, "irracionales" como aquel aborigen que cree en entidades ultrasensibles a las que teme y respeta, nos hablan, por otra parte, del nivel de desquiciamiento contemporáneo, por cuanto ponen en evidencia el endiosamiento del capitalismo, en cuya monstruosa ambigüedad nuestro espíritu oscila entre la superstición y el cálculo. Aunque es indudable que el Antropoceno incide sobre todo en el hecho de que, a despecho de la modernidad, seguimos siendo como esos pobres niños que se espantan tras haberse perdido en los pasillos del súper, y que presas del miedo, incapaces de pensar con la cabeza fría, rompen en llanto esperando a que algún adulto los auxilie. De suerte que, ya lo decíamos, de no alterar las cosas su rumbo, el discurso antropocénico, además de recordarnos la dificultad de aprender de nuestros errores, terminará haciendo con nosotros lo que la religión ha hecho con otras épocas: nos infantilizará apelando a una supuesta orfandad cósmica, cuyos efectos sólo se mitigarían tras rogar piedad al cielo o a quién sabe qué santo. Es contra este riesgo que autores como los que aquí mencioné se han pronunciado. Pensando en ellos, creo que el deshielo y los incendios forestales quieren darnos una lección: si el capitalismo no deja de ser una opción, quizás no quede nadie ni para sufrir las consecuencias. No veo, entonces, razón más poderosa: es preciso —y hasta urgente— expropiar la noción para que el Antropoceno no acabe contándonos el capítulo final de la historia universal de la infamia.

Marco Sanz (Hermosillo, México, 1986). Filósofo y ensayista. Máster en Historia de la Ciencia y doctor en Filosofía, ambos por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de los libros La emancipación de los cuerpos. Teoremas críticos sobre la enfermedad (Ediciones Akal, 2021) y de Paremia y paralipómena (de próxima aparición).

Notas

[1] P. Sloterdijk, «El Antropoceno: ¿una situación procesal al margen de la historia de la Tierra?» en ¿Qué sucedió en el siglo xx?, Madrid, Siruela, 2018, p. 13.

[2] B. Latour, Cara a cara con el plantea. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas, Buenos Aires, 2017, Siglo xxi, p. 137.

[3] I. Stengers, En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene, Madrid, 2017, Ned Ediciones, p. 52.

[4] N. Klein, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, México, 2015, Paidós, p. 41.

[5] I. Stengers, op. cit., p. 51.

[6] D. Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, Bilbao, 2019, Consonni, pp. 84-85.

[7] D. Danowski y E. Viveiros de Castro, ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, Buenos Aires, 2019, Caja Negra, p. 48.

[8] D. Haraway, op. cit., p. 89.