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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

ANDRÉS PINAR

Si acaso no podamos descartar que, incluso a día de hoy, toda frase escrita en lengua castellana contenga un eco de Cervantes, lo que resulta del todo una evidencia es que casi no hay territorio narrativo que no contenga algún vericueto quijotesco. Para un escritor como Andrés Pinar, nacido y criado en la Mancha, esto resulta una verdad aún más acuciante. A través de esta carta dirigida a Don Alonso, amigo y maestro antes que cadáver literario, este manchego despercude su pluma barroca para ofrecer una imagen extática de las tierras japonesas donde, entre granjeros y montes, experimentó una revelación insólita.

El color de los boniatos

(Extracto)

Querido Don Alonso:

Aunque sé que no leerá mis palabras hasta que regrese de sus aventuras por los campos de Montiel, me aventuro a escribirle, porque lo tengo a usted como único compañero en mi viaje, ahora que me he asentado por fin en mi nuevo hogar, en Sapporo, tras el tifón y el trasiego entre los volcanes de Hokkaido. Hoy no le escribo por soledad, don Alonso, sino por menos simpáticos menesteres. Disculpe este tono sombrío, amigo, pero hoy es un día sombrío aquí en Sapporo, aunque luzca el sol esquivo, aunque haga una tarde de paseo y brillen los cerezos.

Hoy ha sido el día de la vergüenza. Hoy, amigo, será recordado como el día del Cementerio, el día en el que fracasé como hombre, y triunfé como animal. Tan contrita tengo el alma, y tanto embarazo, que me tiembla la pluma y se rebela contra mi voluntad, pero tengo que purgarme a través de estos hilos negros de tinta, o jamás podré dormir en paz. Sea usted mi confesor, don Alonso, y por favor, téngame aún como amigo cuando haya leído lo que mancha este papel.

¿Qué culpa, oh Universo, tiene la flor, para para pintar con aroma y dulce color? ¿Qué tienen, oh Eternidad, las claras aguas del río, por quererme saciar? ¿Qué culpa, don Alonso, tiene mi ama, por tener piernas largas y muy corto pijama? Ah, aquí caí, se lo digo yo, la castidad forzosa no es celibato, y el náufrago no ayuna, muere de hambre. Y el hambre aprieta, por cierto, así como la otra hambre de las dos que tiene el hombre.

Mi nueva ama, Seiya, tiene piernas de europea y caderas de japonesa. Además, cuando mira de frente luce unos bonitos rasgos, con cara ancha y melena corta, como dos signos de interrogación que encajonan su faz, de un ruso afilado en la mirada. De perfil vale menos, pero qué más da, nunca será reina y no saldrá en una moneda, y habla un inglés con acento mulato entre Mayfair y Sapporo que apenas puedo entender. Tiene las manos tan cuarteadas que bien parece ceñir dos guantes del futuro, en vez de sostener la piel tersa de sus treinta y cinco, adolecen del doble o más, y gran parte de la economía familiar se va en cremas para la cara y poción mefistofélica para las manos, que no parece surtir efecto. Aun así, ella se maquilla cada día antes de dejar a los niños en la guardería e ir conmigo a la granja en las afueras de la ciudad. Pasamos mucho tiempo a solas, en su coche, viajando, hasta que nos encontramos con su marido en los invernaderos de las montañas y nos afanamos en recoger tomates. Seiya, don Alonso, esa princesita de manos de bruja, piernas de francesa y unos ovarios de adalid que si ciñera espada y lanza no le cabrían en la armadura. Admiración, don Alonso. Ella es Seiya, tan pequeña, tan frágil y tan dura. No la he visto quebrar una sonrisa al domar a sus mellizos o a la niña mientras el reloj cantor marca las seis de la mañana con valses y figurines. No la he visto suspirar cuando carga las cajas de ciruelas o se corta las manos con las calabazas. Sí que corretea cuando hay orugas, pero yo se las mato para que me dé las gracias. Luego se remanga, y vuelve al trabajo. No la he visto levantar la ceja cuando su marido llega, ya de noche, y se inmola en el sofá con la botella de Sapporo Soft para beber hasta perder el conocimiento, mientras ella baña a los trasgos de sus hijos, hace la cena y la deshace en sus boquitas. Y yo, pobre de mí, soy el espectador. La veo apurarse aquí y allá, con el pijama tan corto y la camisa tan ancha que cuando se agacha para servir el arroz en la mesa mi mirada se cuela, ¡ay de mí! por su escote, oteando cumbres y valles secretos. Amigo, no me deteste, es mi sangre, que hierve ya hasta en el frío Hokkaido, más bien rece porque el marido, que aun callado y flaco puede levantar tres sacos de tofu con un solo brazo, no me pille pensando en retozar por su coto. Qué calamidad.

Confieso ahora que mi pensamiento corre tras esas piernas y bucea por ese escote cuando yazco en mi futón, y aun dormido la veo, toco y saboreo. Día tras día, desayuno con una pierna cruzada, para disimularme, escuchando al reloj cantor, mirándola de reojo fregar los platos. Día tras día, hasta que hoy al fin, en mi jornada libre, me he quedado solo en la casa. Conforme ella salía y cerraba la puerta me crecían los colmillos, don Alonso. No he sido dueño de mí cuando he subido las escaleras, menos aún al entrar en su dormitorio, y era ya un autómata vicioso cuando rebuscaba en el armario y los cajones algún tejido de encaje para espolear mi imaginación. Pero, desdichado de mí, en cuanto mi piel ha rozado la tela donde su piel suele estar, me he quemado la mano con el fuego de la culpa, el remordimiento y el rencor hacia mí mismo.

Usted sabe bien que no estoy hecho a delinquir. El espacio ocupado en mi testuz para la moral supera y acorrala al de la razón, es por esto que no puedo dedicarme a la caballería, porque soy, en definitiva, un cagón. La bofetada sucia del delito me ha sacudido como lo haría el mocho de una fregona, vertiéndose por todas partes la negra culpa, ¡oh, qué horror, amigo!, qué charco de bilis infecta me mojaba los pies descalzos, tanto así que lo he limpiado todo dando arcadas y he corrido fuera de la habitación para huir de la escena del crimen. Seiya, su marido, sus hijos, su madre y hasta el escarabajo pelotero que tienen por mascota son buenos, aunque ignoro lo que esto significa. Son buenos conmigo. Tan buenos, que mi traición a su confianza me emponzoña el alma. Es cierto, nunca lo sabrán, pero, ¿elimina esto el pecado? ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? No lo sé, don Alonso, algo pesado me había caído en el estómago, una esquirla hendida en mi honestidad que todo mi intelecto trataba de sacar con dedos torpes, y solo la hundía más en mi interior. Angustiado, para mitigar la náusea he salido por la puerta de atrás de la casa y he ido a dar con un prado de césped adornado con cipreses que llevaba, como una alfombra, hacia el cementerio que se ve desde la ventana.

Era temprano, debían dar las siete en el reloj cantor, y el lugar estaba en silencio. Las tumbas budistas, sintoístas y alguna cristiana se alzaban en monolitos de piedra con símbolos grabados, sin fecha, clavados por los taludes verdes de lo que hace siglos debieron ser terrazas de arroz, hoy parte de la ciudad. Paseaba con el sol y el fresco mañanero, y me he sentado en una piedra a admirar la quietud. Entonces ha sucedido.

Don Alonso, le pido que me crea, y le ruego que no se espante. Seguía sentado, admirando las setas que crecen junto a las lápidas, cuando he escuchado unos pasos por el camino. Se acercaban, rítmicos y veloces, haciendo crujir la grava. Me he escondido tras un monolito con el símbolo del clan Hojo; tal vez mi presencia occidental pudiera no ser bienvenida en aquel lugar. Los pasos pertenecían a un viejo que, con una boina, una garrota y zapatos de distinto color caminaba brioso bajo la sombra de los cipreses. Caminaba, don Alonso, pero hacia atrás.

Desde mi escondite lo he seguido con la mirada hasta que ha desaparecido tras el talud. Sorprendido, he vuelto a sentarme a la piedra, junto a las setas, pero algo había cambiado, al lado del monolito había una esquina de papel. Le prometo, don Alonso, que un instante antes solo había césped donde ahora veía el objeto. Extrayéndolo con dos dedos, he desenterrado una revista de moda, húmeda y rota, y la he abierto para contemplar a las modelos lucir largos abrigos, blusas vaporosas, medias, ligueros… En ese preciso instante me ha alcanzado un rayo cósmico. Lo he sentido quemarme bajo el ombligo y salir por la espalda. Un neutrino, sin duda, emitido hace millones de años en los confines del universo, que ha viajado a la velocidad de la luz hasta ese momento, en ese lugar, en aquella tumba, para atravesarme el cuerpo y disparar la metamorfosis. El corazón traqueteaba, apenas podía respirar, mis manos temblaban y en mis retinas imágenes, oh, las imágenes… Espasmos terribles, sacudidas, sudores, y al fin he proferido el aullido que se gestaba en mi seno, día tras día de soledad, semana tras semana. Me he convertido en lobo y hoy, el día más aciago, han amanecido perlas de rocío sobre las amanitas faloides.

Cuando he vuelto en mí, he regresado al prado frente a la casa y me he dejado caer, mojándome la espalda con la tierra húmeda. No podía creerme. Hoy he ofendido al cosmos, don Alonso, y a Japón, y al fin lo he entendido. Los ojos siempre ven, y el corazón siempre siente, porque son mis ojos, los ojos del infinito espacio que me rodea, y no hay un lugar donde mis ojos no me vean. Mis ojos me ven, mi corazón me siente. Y yo siento ahora las consecuencias de mis actos, no en este plano, no en la realidad, sino en la memoria del Universo.

De: El color de los boniatos (novela).
Editorial Adarve España, 2020. 175 pgs.

Andrés Pinar (Alcázar de San Juan, España, 1992). Graduado en Física. El color de los boniatos (Editorial Adarve, Madrid, 2020) es su primera novela. Actualmente vive en Praga.

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