# 1
Mediante el dominio de una prosa poética magistral e imágenes eróticas áureas, Ethel Krauze crea una sensualidad sostenida que gravita en torno a los poderes evocadores de un melocotón, vinculándolo a las vivencias íntimas de un deseo amoroso que se resiste a ser conquista de un poder masculino. Aquí lo que importa es la realización del presente en un «continuum» circular. Este cuento recorre un camino de liberación novedosa, repleto de vida y deleite.
Siempre quise morder un melocotón maduro entre las piernas de una mujer. Suavecito, con los labios, y empaparme en su pulpa jugosa. Recuerdo que las canastas del mercado se llenaban de melocotones coloreados en medio de los racimos de perejiles y cilantros. Un aroma a perdición que me sigue acompañando desde la infancia. Así la carretera, que me pone a soñar, por eso me encanta y por eso le guardo respeto y manejo poco a solas. A veces me pierdo en estos cielos que parecen tener muchas dimensiones, una dentro de la otra, con sus nubes como pasadizos.
Esta vez voy al mar. Ya he dejado la serranía y las curvas tremendas. Como si me soltara el pelo voy hecha una china libre por la llanura entre palmeras. Siento en los labios la piel del fruto a punto de brindar conmigo. Los pensamientos se desdoblan y giran y se meten dentro de mí, en un lugar de mi cuerpo al que no podría nombrar.
En carretera puedo volar y por eso me cuido. Me ha pasado que voy cerrando los ojos, como si me absorbiera una escena de otra parte. Y zaz, un timbre interior me toca la puerta, y qué bueno, vuelvo la vista al frente. No escucho radio ni uso audífonos. Si el clima lo permite, abro las ventanillas y me dejo envolver por la naturaleza y sus emanaciones. Cada circunstancia es diferente y trae lo suyo.
Como esta sensación de tener el almíbar escurriéndose por la barbilla, y en la lengua, un trozo de paraíso que va y viene a punto de naufragar. No es durazno. Los duraznos tienen la carne más firme, mientras que los melocotones son como una fuente dulce abriéndose en el cuenco de la boca. A los lados de la carretera, las palmas parecen contentas y me saludan meneando la cabeza.
La imagen de ese fruto acercándose a mis labios no me suelta. Me viene a la mente el dedo levantado del Dr. Betancourt preguntando al grupo de alumnas de quinto B si tenemos novio y si nos gustan los hombres maduros. Brenda y yo nos reímos, pero sólo yo solté una breve y sonora carcajada. Las demás bajaron los ojos y se miraron unas a otras haciéndose señas de asco, de enojo y de miedo. No sé si en ese orden, o todo junto. El Dr. Betancourt estaba prestado en la Facultad porque el doctor de medicina laboral se acababa de jubilar. A la semana siguiente, me mandó llamar y me asignó con la doctora Eva, sólo me dio su nombre y me dijo que la buscara entre los residentes del hospital donde haríamos nuestras primeras rotaciones del ciclo clínico.
Estudié algunos expedientes con ella y me quedé a una guardia, como mirona, en cirugía. Salí mareada. El Dr. Betancourt nos interceptó a las siete de la mañana para invitarnos a un desayuno buffet en el hotel Stelaris. Abrí unos ojos feroces de estudiante muerta de hambre. Hubo mimosas y trufas calientes que por primera vez probé en la vida. Hablaron de casos y de diagnósticos hasta que el Dr. Betancourt pidió la cuenta. Sin mediar palabra, ya estábamos los tres en una suite del piso catorce, contemplando la ciudad, desde una distancia que nos arropaba.
La doctora Eva Kugler hacía un intercambio en México en cirugía de alto riesgo en hospitales públicos de segundo nivel. Una rubia enorme, de flequillo y mandíbulas potentes. Curvas renacentistas y voz casi varonil. Sería unos ocho años mayor que yo. Me parecía extraordinariamente eficiente. No me imaginaba tenerla desnuda de pronto con su pezón dorado en mi boca.
Por más que nos retorcimos por acá y por allá, el Dr. Betancourt no nos permitía seguir nuestros instintos. Sólo por unos segundos tuve la cueva de esta mujer a milímetros de mi nariz. Antes de que me jalara por detrás el Dr. Betancourt, para llevarme hacia él, logré rozar con la lengua la punta del alfiler que se asomaba por ahí, enhiesta esa punta, acechante, y pude sentir que se estremeció como si le hubiera echado limón a una almeja en su propia concha.
El Dr. Betancourt quería la atención completa.
Ahora que lo pienso, me provoca cierta ternura toda la escena. El Dr. Betancourt, sin su bata temible y con su coronita calva; la doctora Eva Kluger, con sus grandes pechos bailones y yo, una estudiante de quinto semestre de la carrera de medicina, muerta de sueño, maniobrando su cuerpo anodino con la prontitud y la pericia que se espera en los procedimientos quirúrgicos que acababa de presenciar.
Ya huele a sal. Los peces huelen a mujer, al interior de las mujeres que cierran los ojos para sentir mejor. Me voy acercando a mi destino.
Me hice la dormida cuando la doctora Eva recogió su ropa y salió en silencio del cuarto. Yo había quedado en medio de los dos, en la cama king size. Por alguna razón insensata me había sentido celosa de la doctora, y entre vueltas y revueltas me metí entrambos para caer dormidos. El pobre pene del Dr. Betancourt había fallecido hacía horas, y la doctora Eva roncaba con los ojos ligeramente abiertos. Sólo yo quedé en una penumbra sediciosa. Eran las cuatro de la tarde y, si no hubiera sido por las pesadas cortinas verdes que ocultaban un sol directo al ventanal, hubiera creído que nunca me recuperaría de una acción así, de la cual no tendría palabras para explicar, en lo que me quedara de vida.
Qué bueno que la carretera es larga y no tengo prisa. Por eso me gusta manejar a solas, las ideas vienen y van y mi cabeza va quedando más ligera. No recordaba nada de esto. Como quien cierra un libro y lo guarda en el estante más alto del librero para no tener que volver a verlo ni siquiera en la portada.
En realidad, no hablamos jamás de lo que había pasado. El Dr. Betancourt despertó con cierto susto, se tomó el pulso rápidamente, entró a la regadera y me dijo recoge todo. Mientras él pagaba en la recepción y pedía su auto, yo me preguntaba a qué se refería con el "recoge todo", porque no había nada que recoger más que mi uniforme echo bola. Me dio cierta aprensión entrar a la misma regadera donde se acababa de bañar el Dr. Betancourt, así que sólo me limpié con una toalla húmeda. En el estacionamiento me abrió la portezuela y arrancó. Acto seguido, me dejó en la parada del bus, con un hasta luego. Fue hasta ese momento cuando el "recoge todo", que me venía sonando de un modo raro, me hizo ver que todo el tiempo nos habíamos hablado de usted entre los tres, como se acostumbra desde el primer día en que uno cruza el umbral de la Facultad. No sé si ese tuteo repentino fue un aviso del más allá para que, en efecto, recogiera yo todo cuanto había ocurrido y no quedara rastro alguno, ni siquiera en la mente, para dejar limpísimo nuestro expediente en común.
Un mes después me llegó la invitación a la boda de la doctora Eva, a través de la trabajadora social del hospital. Sería en un jardín primoroso de un hotel en las afueras de Cuernavaca. Arrastré conmigo a Brenda, tenía que ir por una curiosidad malsana. Ahí estaba el Dr. Betancourt con su esposa, a la que me presentó como Bety, una señora guapa y discreta, con su blusa de seda color coral y una falda larga ribeteada. El consorte de la doctora Eva acababa de ganar una beca de investigación en el Centro Médico de Miami gracias a que había sido alumno del Dr. Betancourt y, estando casados, ella conseguiría terminar ahí mismo su residencia. Todo salió hermoso. Brindamos por la felicidad de los novios y Brenda hasta lloró. La doctora Eva me dijo "linda", y me abrazó con calor mexicano cuando me acerqué a felicitarla.
Las ganas del melocotón se me quedaron enterradas en alguna de esas grietas del olvido necesario. Pero no sé qué encantamiento tenga esta carretera, porque puedo sentir en los labios un temblor de fruto que se acerca. En carretera es cuando van saliendo de la caja algunos recuerdos, como fantasmas ¿o ángeles que nos cuidan la memoria? No lo sé. Pero se siente bien este paisaje cada vez más húmedo.
Una humedad que brota del centro del cerebro y viaja por el sistema nervioso hacia la yema de los dedos, el recodo de las axilas, la punta de los labios menores donde se concentra.
El pubis de la doctora Eva estaba casi desnudo, salvo por unos cuantos vellos largos, sedosos, dorados. La saliva es otro punto de concentración de la humedad y ahora viene también de afuera, de este aire cargado de cardumen y arenas ardientes. El Dr. Betancourt sólo metía lo suyo, lo sacaba y volvía a meterlo. No tuvo la decencia de ofrecer una lengua generosa para nuestras necesidades especiales. Tal vez por eso me quedó esta enervación que se parece a la embriaguez.
Exacto, manejar en carretera es como beberse una botella de champaña entera sin resaca. En simbiosis con la máquina, mi cuerpo acelera hacia adelante, el viento entra ahora cargado de susurros animales y de piernas abiertas de mujeres recibiendo al mar.
El Dr. Betancourt regresó a su puesto antes de que terminara el semestre, ya no presenció mi presentación sobre el tema que me había asignado. El nuevo profesor me puso 9 de calificación, argumentando que el trabajo de campo había estado muy bien, pero que me faltaban algunos aspectos teóricos. No le discutí, tenía razón.
A nadie le conté este suceso. Dicen que al marido no hay que revelarle ciertas cosas porque tienen la facultad de no superarlas, no entenderlas y cobrarlas a plazo fijo y con interés creciente. Confío en esta antigua sabiduría.
Me asalta la sed. ¿No hay un lugar para comprar algo de beber? No. Más vale que nunca te pares en la carretera. No cierres los ojos, sueña despierta, mantén las manos al volante. Mira más allá del parabrisas, la ola grácil que se forma, cómo se abre y cómo vuela y cómo se curva estallando sobre tu rostro, rociándote con su frescura.
En casa se ponían platones de fruta de temporada. Las uvas rojas son las más dulces, pero hay que quitarles las semillas. Las verdes son firmes y su sabor es nítido. Las negras son casi duras y dejan un rastro de vino en el paladar.
Un hombre me paseó una uva por la vulva y luego me la dio a saborear. Repitió la faena para sí. Dijo que lo vio en una película y le pareció interesante. ¿De dónde me salió este recuerdo? Ni siquiera sabía que lo tenía escondido. Las uvas se chupan y se muerden. No se derriten en la boca en la rasgadura de un melocotón.
Es curioso, las cosas que no se han puesto en palabras reaparecen entre sombras. Dicen que en algunas carreteras pululan los espantos disfrazados de mujeres galantes. Por eso la carretera es un peligro para mí. Viajo poco sola, y por necesidad estricta. Como ahora que todos ya están de vacaciones y yo tuve que quedarme a revisar y firmar papeles en Salubridad. Por más que hice, no pude zafarme de los pendientes de última hora, soy la responsable de la unidad de los centros de salud comunitarios.
El mar está cerca. Lo siento en la respiración. En los cabellos, que se encrespan y se abrillantan. Ya aparecen los anuncios de los hoteles y los centros comerciales. Las sirenas en bikini y las modelos con caras del último orgasmo de su vida.
Qué bueno que Manuel y las niñas ya están en instalados en el condominio. Supongo que habrán comido en la palapa y andan paseando por la playa.
Los vendedores de cocos a la orilla de la carretera con su racimo de collares de conchitas. Todo está puesto. Como el mantel en Navidad. Sólo falta acercarse al banquete.
En el último tramo de la carretera hay una curva bastante abierta que tomo sin prisas, con cautela, como si acariciara al melocotón, y, antes de meter el acelerador hacia la recta final, no logro contenerme y entrecierro los ojos para dar el mordisco, por fin, con la delicada fuerza de mis labios.
Todo ocurre en la dimensión del agua, en una lentitud de foco que vuelve las cosas irreales. Se parece a los estados de vigilia submarina de las guardias. Está uno al mil por ciento, con la mecha encendida, pero la falta de sueño va creando una burbuja bajo el agua que viaja en cámara lenta mientras el corazón late a todo lo que da con el resucitador en las manos. Los labios tocan, hienden la piel. El estallido de los jugos en el centro justo de todos los centros.
Supe que era yo ese fruto entre las piernas, vi mis vellos crespos, negros, aceitados de mi propia saliva. Mis bocas espejos de mis bocas sin nadie más que yo cruzando el horizonte. El espejo de la suite era largo y me devolvió a mí misma en uno de los giros. Yo siempre fui el melocotón al que quise morder.
Entonces inició el proceso: se desconectaron las zonas vigilantes de la corteza frontal y se encendió el opérculo, el giro angulado del hemisferio derecho me llevó al estado alterado de conciencia y activó mi tronco encefálico en las zonas de recompensa y adicción con un rocío de dopamina, y la estimulación del núcleo del rafe dorsal liberó una fuente de serotonina que culminó en el núcleo cuneiforme con su caricia de analgésicos endógenos.
Todo había ocurrido en mi cerebro, la puesta de sol se avecinaba y debía llegar a puerto antes de la oscuridad.
Todavía sacudía la cabeza cuando se asomó mi marido por la ventanilla, con su sonrisa cordial:
-Las niñas están en los camastros. ¿Cómo te fue de viaje? ¿Qué tal la carretera?
Iba a decirle que había sido un viaje portentoso. Pero me contuve, habría tenido que explicarle.
Le devolví la sonrisa, y dejé que mi venida se extendiera hasta el mar.
De: El color de los boniatos (novela). Editorial Adarve España, 2020. 175 pgs.
Ethel Krauze (Ciudad de México, 1954). Doctora en Literatura y autora de cuarenta y seis obras publicadas en los géneros de novela, cuento, poesía y ensayo. Reconocida, antologada y traducida a diversos idiomas, su obra Cómo acercarse a la poesía (1992) es ya un clásico contemporáneo. Ha diseñado el exitoso modelo "Mujer: escribir cambia tu vida". Sus más recientes títulos son: la novela El país de las mandrágoras (Alfaguara, de Penguin Random House, 2016); los poemas de largo aliento La otra Ilíada (2016) y Un nombre con olor a almizcle y a gardenias (2018) en Ediciones Torremozas, Madrid; y El libro de los miedos, cuentos mínimos (Independiente, 2020). Pertenece al Sistema Nacional de Creadores Artísticos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México.