# 3
Partir de una negación y sostenerse en ella a base de palabras, ejercer una sólida negación para que todo lo que parece sólido en el lenguaje, fijo como las raíces en el árbol, se desprenda de sus nudos hacia un decir inesperado, desnudo, esencial. El no-lugar, tal vez, como lugar del poema, abierto a las resonancias no verbales del mundo, a los latidos de lo que es y lo que está, palpable y evidente como una piedra, misterioso en su silencio como ella. La poesía de Natalí Aranda nos ofrece, en tono menor, un universo de sensaciones sutiles y grandes interrogantes, en donde las cosas alcanzan su plenitud en el instante en que desaparecen.
La poesía actúa por ausencia.
Roberto Juarroz
Es oscuro el camino, los símbolos, la angustia. Todo es hambre después del relámpago.
Tiembla una sombra de árbol, sin árbol que detenga la hondura, el salto infinito al centro al árbol a la palabra que hiere como existencia. Un templo en la sombra enseña a leer el vuelo y su destino, el sagrado vuelo en el camino del agua. Un mantra se repite en la carne: el silencio es un árbol entre dos latidos. Árbol, hondo, hondo como el fuego, hondo como el llanto agradecido de quien abre los ojos y respira.
Arroja la piedra, observa los círculos que nacen en el río. Eso somos, esa música. Escucha cómo la piedra se abre en ti para hundirse en el agua.
La llama de una vela palpita como palabra en medio de la noche.
El amor la piedra el árbol la luz el poema. Todo lo que demora es un camino hacia dentro.
Mi sombra me lleva hacia un viejo jardín un árbol crece alimentado por el polvo de mis animales desaparecidos. Crece lento, nadie lo ve, no importa. En este viejo jardín las cosas saben esperar.
Preguntar es padecer la distancia.
Los sonidos dibujan los espacios de la casa, movimiento descendente ambiguo y oscuro de una gota que persiste en llenar el vacío, preludio de una respiración atenta a cualquier cambio en el fondo de la piedra. Un sonido de árbol me lleva a sentir la cercanía de la muerte, su sonido a través del canto de un niño amado y enterrado al momento de nacer, niño convertido en árbol en pez en gota llenando el vacío en el centro de un océano, sonido de desierto que avanza cuando intento escribir el nombre de Dios sobre la arena.
La niña juega, la adulta deja de jugar: crea a Dios.
Nombré al agua según su cauce y me sentí sola separando los cuerpos de este mundo.
¿Cuántos rayos son necesarios para decir mundo?
Estar mientras la carne germina y se extingue en la lenta respiración de la tierra.
Otra vez lo real un cuerpo separado de su nombre una respiración, el viejo mantra siendo testigo de su vientre. Una fuerza, un instante en que la vida se mira nacer otra vez, y otra vez, y otra vez. La respiración también es un camino de regreso.
Morir con todos los rincones hacia afuera mirarlos a pesar del horror, haciendo del infierno el camino que falta.
Muero en el río, pierdo nombre y memoria, solo queda el reflejo asustado y tembloroso de quien no ha sido creado a imagen y semejanza.
de No-lugar (2021).
Natalí Aranda Andrades (Santiago de Chile, 1987) es profesora de filosofía y estudiante de doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Lo uno, lo otro (Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2016) y No-lugar (Valdivia, Komorebi Ediciones, 2021), y el ensayo El poema como huella en Ximena Rivera (Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2019).