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saranchá

Atisbos de literatura iberoamericana

LEONARDO VIDELA

Si en algún momento se instaló, en el imaginario colectivo, esa idea de la naturaleza caótica propia de Latinoamérica, en «Hualve», Leonardo Videla nos recuerda que, donde quiera que vayamos, jamás podremos escapar de la madre tierra, menos cuando esta toma la forma de un pantano en mitad del camino de la vida. Con una prosa que se mezcla con la crónica, el ensayo científico y el diario de viaje, Videla vuelve a poner, al centro de su escritura, a ese eterno personaje que es el espacio latinoamericano, el territorio como ente vivo, imaginado una y mil veces, en la constante pregunta por su vastedad y misterio.

Hualve

Como en el poema de Cavafis, esta ciudad ha ido siempre en mí, no importando dónde haya creído dormir. En Milán, por ejemplo, solía tener un sueño recurrente: de noche, tomo un autobús hasta una zona alejada de mi casa, y me bajo con la certeza de saber exactamente dónde van mis pasos. En el sueño, el punto donde desciendo de mi transporte siempre es un lugar de edificios altos, iluminados, corporativos o institucionales, un sitio higiénico e impersonal en cualquier caso. Por lo visto, el lugar donde me dirijo en esos sueños es la casa de alguien querido, un amigo o un familiar, y es extraño saber que voy tras ese afecto en medio de calles vacías de personas y que parecen el calco de las vías de algún circuito integrado. Pero, como ya dije, me parece conocer muy bien mi itinerario, y no dudo en tomar tal o cual calle sin que nada llegue a desconcentrarme, ni la visión apabullante de los rascacielos que flanquean mi itinerario, ni el tráfico intenso y luminoso que trepida por las calles. Nada me detiene, voy seguro y, tal vez, contento por la perspectiva del próximo encuentro. Hasta que —así he soñado en el DF, en Milán, y en Santiago también— doblo una esquina y quedo paralizado frente al hualve.

Enredo sórdido de arrayán, canelo y quila con el agua a las rodillas, los hualves se presentan como estribaciones de bosques acuclillados en el barro que interrumpen a menudo las calles de Valdivia. Para los mapuche, según me dicen, el hualve es sitio sagrado, territorio de n gnechen, al cual sólo el ngen-ko, el dueño del agua, puede franquear el paso. Para los valdivianos, según sé, el hualve es el pantano del cual se levanta una hedionda bruma en los días de otoño, donde a veces se descubren fetos flotando o, a veces, se escuchan los tiros que ponen fin a una transacción mal avenida entre narcos. Algunos han sido rellenados por las inmobiliarias, y sobre ellos han levantado casas cuyos dormitorios amanecen sembrados de babosas flacas. Otros, persisten enjaulados entre cuatro calles suburbanas, un metro bajo el nivel de la calzada, y cuando la lluvia comienza en serio, suelen rebalsar hacia el cemento el resumen de toda la podredumbre con que los vecinos, durante los meses secos, han obstruido el lento trabajo de sus raíces: pañales, bolsas de basura, perros muertos. Sea como sea, el hualve valdiviano tiene dimensiones que bien alojarían un barrio de la ciudad, y en mis sueños extranjeros —en Buenos Aires, o en el DF— éste me corta el paso con una extensión y una oscuridad proporcionales a la ciudad que lo contiene: a lo lejos, en el horizonte, altas torres y helicópteros cuyas luces guiñan en el denso vaho de la noche, y entre el borde del mundo donde mis pies han quedado quietos, y el borde del mundo donde se agita inquieto quien me espera, un mar de juncos sibilantes por la brisa, erizado de ramas naufragadas en el lodo, apenas iluminadas en sus retorcidas muecas por el débil haz de un faro que gira a mis espaldas.

Fuera del sueño, en el caso valdiviano, hay algunos hualves que están clausurados, no por el ngen-ko sino por un par de frescos que, queriendo evitar paseantes indeseados alrededor de las propiedades colindantes, han levantado rejas o, más astutamente, antenas de repetición de celulares que bloquean el paso con hilo electrificado. Pero hay hualves liberados, y es posible penetrar en ellos sin hundirse ni perderse, siempre y cuando se preste atención a ciertos resguardos. Hay senderos que los flanquean. Algunos de esos senderos son simples derivaciones de las calles asfaltadas entre las cuales están recluidos. En el barrio Huachocopihue, las calles Irlanda e Inglaterra se transforman, sin solución de continuidad, en senderos que desembocan en el hualve. Uno puede bajar por ellos, y caminar por ellos, y luego hacer un pequeño esfuerzo de respiración y de equilibrio para seguir el camino sobre la cóncava superficie del tubo de alcantarillado que se abre paso a través del denso totoral y que desaparece bajo un pequeño montículo, cerca del barrio El Bosque. Algunos senderos, también, suelen replicar el trazado de algún curso de agua que irriga la vegetación del lugar. Entre la Villa Europa y la Villa Pedro Montt, hay un hualve inmenso. Alguna vez hice, y espero que aún pueda hacerse, el siguiente recorrido: caminar por la calle de la villa Pedro Montt que flanquea el hualve, llegar al final de esa vía, bajar con cuidado entre la quila cortada y los tocones de árboles, pisar el lodo, y buscar el sendero que va a la vera de una vieja acequia —abierta quizás por los peones cuando el lugar era un potrero del fundo Krahmer— y, entre árboles podridos y esporádicas ranas que salen al encuentro, llegar casi seco, casi intacto, hasta el otro lado, donde comienza la calle Italia, al final de la villa Europa.

En ese camino, aparte de ranitas, a veces, también, encuentras niños. Con la ropa enlodada, mimetizados con el contexto, son los niños, supongo, los únicos que suelen tener algo de tiempo para transformarse por un rato en habitantes de esa ciudad vegetal. Yo tuve cuando niño algo de esa experiencia. Igual como el habitante Jorge Torres lo fue a veces, enterrado en el lodo fui un árbol más; y por eso sé que el hualve, al recorrerse, multiplica la ciudad. Sé que, a fuerza de insistir por ciertos caminos mínimos, es posible que algunos adultos también lleguen a transitar cotidianamente por esa ciudad distinta, hecha de árboles chuecos y viento fétido y monedas viejas, que vive en los reductos que la ciudad real aún no ha invadido.

Pero en mis sueños nunca logro atravesar el inmenso hualve que me separa de quien me espera. Generalmente, me vuelvo hacia el pedazo de ciudad que he dejado a mis espaldas. O, si me atrevo a dar el primer paso hacia la oscuridad, caigo. Como sea, despierto de inmediato. Y abrazo a D., que, a mi lado, duerme tranquila y respira regularmente, porque ella fue niña en otra ciudad.

Leonardo Videla (Santiago, Chile, 1978). es Ingeniero Civil Matemático, Doctor en Matemáticas y Académico de la Universidad de Valparaíso, Chile. Ha publicado el libro de relatos Leyes de la Herencia (Ediciones Das Kapital, Santiago, 2015), el poemario Safari (Alquimia, Santiago, 2012) y la novela Campo de Tiro (Alquimia, Santiago, 2013). Ha sido destacado con el Premio Fernando Santiván (Valdivia, 2008), obtenido una Mención honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral (Santiago, 2003) y ganado la Beca de Creación Literaria del Ministerio de la Cultura y las Artes de Chile en dos ocasiones (2005 y 2015).

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