# 1
Como el indeterminado movimiento de las partículas subatómicas que rigen la materia, la Historia con mayúsculas parece erigirse sobre un pedestal de sombra. Para excavar en ella habría que estar preparado para enfrentarse a la violencia más irracional y arbitraria, aunque también la más sistemática, aquella que acontece a diario. ¿Qué lenguaje se necesita para revisitar ese vacío que construye naciones, estados, subjetividades? A la manera de un viejo cronista, aunque aperado con las armas paratácticas de la vanguardia, Carlos Henrickson indaga en estos poemas la fundación de un lugar llamado Chile.
Sobre todo –y como fuere que todo haya sido, lleno de gentilezas: llorando como se va Azores arriba, cueros, hojas secas, tablones, óleos en la crisma por un joven bárbaro enloquecido –le levantó la espada al Gobernador, un joven bárbaro más en el baile. No esperemos nada de la poesía, compañeros -llena de jóvenes bárbaros y dementes, inventando a pleno sol países fríos donde nunca hubo nada sino palacios, y fuertes, y bellos: nadie creería la cantidad de sangre para alzarlos. Palpa la mano el hueco entre las piedras y nada, ni alfileres ni el aire. Milagro esto –mentira lo otro, NO EXISTEN-, por más que atruene en las orejas grito tras grito cerrado: barbarie, tambores y pitos, todo lo de rigor a la hora de construir sólidamente patrimonio. De eso se trata –se marea la gente en los barcos, todo se recuerda mal: el país del frío es también el país de la confusión, por ello ni siquiera piedras. Tierras abandonadas. Fantasmas épicos, hijos de cabezas calientes, bencina para hacer arder el país de norte a sur.
Vivíamos en el paraíso –dice, yo no lo vi, de eso fe ninguna: paraíso –esa gente sobrevivía naufragios, alzaba las banderas los días en que no se debía. Razón tenían en eso sagrado, entonces, -soplaba en la selva austral materias blancas, semirresinosas, surgían en hebreo y latín oscuros los mensajes, las primeras voces. Ariosto, germánicas nostalgias, idiotismos, encinas, cruzadas –los ojos les sacan el 44, les vacían las tripas a balazos el 38-, siempre la gran cultura antigua, Josefo, Horacio, Tácito -nada les dolía, nada les apremiaba y cantaban, hacían rondas, hora a hora recogían frutos silvestres, y sus brujos rodeados de animales invocaban. Afuera del poblado, azules del frío, sonrientes, aunque se sabía que de noche salían a matar desde la pared, la esquina húmeda. También acá, después de años que parecen siglos -mas qué vivas maravillas sus cuerpos en combate contra la firmísima madera, un discurso más, otra proeza épica, inaudita, final: nos ven desde Madrid, aplauden llenos estadios aplauden la paz y la guerra en el país del frío, país de la ausencia, lejano país, a puros resuellos antes de morir bajo el peso de fantásticos seres hechos de niebla. Esa sustancia etérea del mundo que vivimos todos y confundidos -los monos de la tele, ilustraciones en mal papel, todo eso tan dañino para mentes en formación, para cuerpos en crecimiento, para la forja de las almas, el destino, todo eso.
Una imbecilidad encima de otra: estrato tras estrato de estulticia, destella el metal baluarte del mundo, pisa el suelo y ahora, que no vuelvan sin noticias dignas de fe. Caminaron por la vereda, había un circo donde el curso del río –famoso por obscenidades de todo género. He ahí la riqueza, pensaron -le dijeron de vuelta a mi capitán, y cantan gritan saltan, mano contra mano deshechos por el deslave brutal. A lo lejos en Quillota las piedras y el fuego -todo sellado, por ahí se viene el oro, lo trae esta corriente. Cada invierno se agolpa, echa a perder el suelo: en mi vida tierra más húmeda. Juegan dados, se emborrachan, brindan hasta que no dan más, y cada muerto en Flandes se nombra. Espectáculos en la noche. La capitana corta cabezas. El capitán hace la vieja rutina del trigo derramado, en la mañana. Todos terminan aprendiendo que este suelo es débil, que esta ciudad se hace pedazos de vez en cuando. 11 de Septiembre. Llora el capitán. Los registros destrozados, y rasga en pedazos el acta -la fundación-: quema el papel, acaba ebrio celebrando lo bien que bailan los caballerizos. La capitana entra al blanco palacio, flamante tras la batahola, arroja monedas -blandas- sobre mesas atiborradas de mercaderes, todo tiembla aún y ella baila porque jota y nueve –once, once no más la mesa, estrato contra estrato se friega y se remece; imbecilidad tras imbecilidad, una encima de otra. Imagínate. En vez de ratones, vómitos fugaces, vanos de pólvora, lado a lado del estero Marga-Marga.
Carlos Henrickson (Santiago de Chile, 1974). Escritor, poeta, traductor y crítico literario. Ha publicado traducciones del francés de Tristan Corbière y Charles Perrault y del ruso de Marina Tzvetáyeva (Siete poemas, DasKapital, Santiago, 2016), así como una antología de textos de la revista LEF (¡A la producción!, Catálogo Ediciones, Viña del Mar, 2018).